La historia del ser que sangraba diamantes
El pastor miraba de reojo a la criatura. No era que sintiera miedo de ella, pero estaba intrigado. Sentados en la orilla del lago, no podía dejar de fijarse en sus heridas. En sus cicatrices. Estas dejaban ver sus músculos. La grasa que los rodeaban. Incluso había zonas en que los huesos traspasaban la piel como si fuera un animal que había sido parcialmente devorado. "¿Te duele?", le preguntó al fin tras un largo esfuerzo tratando de hacerlo. "No, tranquilo, mi especie no siente dolor", comenzó a explicar. "Aunque, a decir verdad, no recuerdo a ninguno de ellos. Tampoco sé si habrá más. Y mi infancia, en caso de haberla tenido, está borrada por completo". El hombre, que a sus casi 60 años pensaba que ya había visto de todo, no daba crédito a lo que escuchaba.
Había encontrado a aquel ser tal y como estaba. Y llegó al lugar alertado por el alboroto que armaban sus dos perros. Presentía que algo raro sucedía. Pero por nada del mundo pudo imaginar esa situación. Incluso con el miedo que sentía, los amarró a un árbol y fue hacía «eso». Se sentó a su vera después de estar observándole largo rato a la par que le indicaba con la mirada si podía hacerlo. «Aquello» le hizo un gesto con lo que parecía su brazo derecho mientras le invitaba a ello. "Es una larga historia, ¿seguro que quieres oírla?", le comentó tras preguntarle por lo que le había sucedido. "Tengo tiempo de sobra", dijo el pastor. "De acuerdo, pero debes saber que, tras hacerlo, desapareceré y, quizas, no vuelvas a verme".
El hombre meditó sobre lo que acababa de escuchar. Eran alrededor de las cinco de la tarde, por lo que sería difícil que les cogiera la noche. "Por favor, adelante". La criatura suspiró tratando de disimular lo que le pareció tristeza. Entonces, pequeñas lágrimas comenzaron a surcar su rostro. Cuando se calmó, volvió a coger aire. "Está bien. Vamos allá".
"No recuerdo cómo llegué a la aldea. Lo primero que me viene a la mente es el estar en sus inmediaciones. Desde allí podía contemplar muchas casas viejas. Bueno, en realidad eran chabolas. Sus gentes eran cazadores. Vivían de los animales del bosque. Lo curioso es que no sabían pescar pese a tener aquel afluente a su lado. Y las viviendas se extendían por la orilla de este. En un principio, me extrañó que no hubiera ningún edificio diferente a los demás. De haberlo, en él tendría que vivir el sacerdote o el jefe de ellos. Pero todas eran iguales. Todas ellas compartían la pobreza y el hambre. Y las pocas granjas y terrenos de agricultura que había no les servían de mucho.
"Al verme, pensaron que tenía que ser un Dios. Me agarraron en volandas y me llevaron a un pequeño pozo. Este estaba impoluto. Sus aguas eran completamente cristalinas. Tenían otro, pero estaba marchito, podrido. No sé qué esperaban de mí. Pero comenzaron a bañarme. A curar cada centímetro de mi cuerpo. Me perfumaron. Me secaron. Me dieron de comer la poca comida que tenían en sus despensas. Y comenzaron a alabarme pidiendo que obrara algún milagro.
"Ante esto, tal vez por la embriaguez que sentía al ser adorado de esa forma, me rajé el costado derecho de mi vientre. No sé por qué lo hice. No recuerdo que supiera lo que iba a pasar. Pero en vez de brotar sangre lo hicieron diamantes. Aquellas gentes no podían creer lo que veían. Sus penurias podrían finalizar. Agarraron la piedras y comenzaron a sanarme. Cicatricé rápido. Apenas tardé un par de días. Durante ese tiempo mandaron a varios lugareños a la ciudad. Allí compraron material con tal de recomponer la aldea. Y el alimento que les faltaba.
"Al volver, estaba anocheciendo cuando lo hicieron, montaron una fiesta. Y yo estaba en el centro. Me ofrecieron más comida. Y vino. También cerveza. Disfrutamos. Cantamos y bailamos casi hasta que salió el Sol. La jornada siguiente la tomaron de descanso. Me enseñaron su lengua. También sus costumbres y tradiciones. Esto duró casi un mes. Me fui integrando en ellos pese a tan diferente apariencia. Comencé a cazar con ellos mientras les enseñaba a pescar. Les ayudé a perfeccionar sus artes de agricultura. Y sobre todo esto desconozco de dónde provenían mis conocimientos. Brotaban sin que apenas lo intentara. Y en menos de cuatro meses eran el pueblo más próspero de la zona. Más incluso que la Gran Cuidad.
"A todo ello ayudaron mis diamantes. Los que brotan de mi cuerpo en vez de sangre. Los que ocupan su lugar. Creamos una liturgia. Una vez a la semana me colocaba en lo alto de un altar. Me daban de comer y de beber. El lugar era impregnado con incienso. Me hacían unas pequeñas incisiones y comenzaban a brotar las piedras preciosas. Su prosperidad fue creciendo con todo ello. Parecían felices, alegres, danzantes. Y yo era dichoso. Pero poco a poco fueron cambiando su actitud. Ni siquiera me di cuenta de ello.
"Cada vez pedían más y más. No les era suficiente con lo que les entregaba una vez a la semana. Al poco, fueron dos veces. Luego tres, cuatro, cinco... Hasta ocupar todos los días de la semana. Me sentía exhausto. Comencé a evitar el trato con ellos. Sólo me relacionaba al momento del ritual. Me encerré en la casa que me dieron a ocupar. Sólo salía cuando tocaba. Me iba debilitando. Estaba triste. Perdido. No entendía nada. Y ellos comenzaron a recelarme. Primero fueron feos en el trato. Luego insultos. Empujones y pequeños golpes. Hasta que llegaron las palizas. Al principio eran puntuales. Finalmente, todos los días. De mi sangre lograban más diamantes. Así que poco tardaron en llegar a una simple conclusión. Debían atarme. Mantenerme hacia su propio beneficio.
"Amarrado como estaba comenzaron a golpearme con palos cada hora que transcurría. La codicia se había apoderado de ellos. Vivían en medio de un lujo tremendo. No tenían reparos hacia nada. Y yo, aquel que fue en su momento la mano que les ayudó a seguir adelante, pasé a ser un simple objeto que ni sentía ni padecía. Sólo era un instrumento más. Algo que podían usar y tirar. Aunque este último aspecto no se les pasara por la cabeza. O por lo menos eso pensaba en los pocos instantes en los que estaba consciente. Al final, tenía que pasar lo peor.
"Una muchedumbre de ellos apareció con palos, piedras y herramientas de labranza. Eran prácticamente todos los aldeanos. Muy pocos no participaron. Estos se quedaron a lo lejos. Miraron un poco y dieron la vuelta dejándoles hacer lo que tenían en mente. Me arrinconaron. Comenzaron a golpearme con una brutalidad tremenda. Aunque trataron que no perdiera el sentido. Mientras los hacían, varios de ellos iban recogiendo los diamantes que tengo por sangre. Pero les supo a poco. Eso me parece. Trataron de desmenbrarme. Y lo lograron. Me cortaron un brazo. De la enorme herida salían las piedras más grandes que hubieran visto nunca. Como comprenderás, y a pesar de que no sienta dolor, traté de escapar de allí. Me defendí como nadie hubiera hecho nunca. Me revolqué. Incluso llegué a golpearles.
"Pero esto sólo aumentó su ira. Comenzaron a reclamar a aquellos que no quisieron participar. Pero al ver que sus vecinos estaban siendo atacados ellos trataron de defenderles. Me resulta bastante curioso. Sobre todo por el hecho de que una turba trate de defenderse de un único ser. A pesar de ello, aunque no sepa cómo, logré salir de la cabaña y comencé a correr a través de las calles de la reformada aldea. Detrás mío, a mis espaldas, escuchaban cómo me maldecían. Sentían un odio tremendo por alguien, o algo, que les había ayudado a prosperar. La codicia les había poseído. Pero también pude oír a algunos decir que me dejaran marchar. Que con todos aquellos diamantes tenían el futuro asegurado durante décadas. Que ya haría la naturaleza conmigo lo que tuviera que hacer.
"Y llegué aquí. Sin saber cómo llegué a esta orilla del río. Me quedé pensando mientras notaba la forma en que mis heridas comienzan a cicatrizarse. Por fortuna, pude recuperar el brazo que me cortaron. Lo puse en su lugar y parece que va recuperándose. Al cercenarlo salió el diamante más grande que habían visto nunca. Y esto provocó una gran pelea entre ellos. Casi se matan a palos. Al final, se lo quedó el jefe de la aldea como indicador de su poder. Dijo que iría pasando de mano en mano de aquellos que tengan ese título. Pero algo me dice que sólo provocará la destrucción de su pueblo. Están condenados. La codicia los ha marchitado. No hay esperanza ni luz en ellos. Esto meditaba cuando vi a tus perros. Pero al ver que los atabas me relajé".
***
La criatura volvió a adentrarse en sus pensamientos mientras el pastor le observaba. "¿Qué vas a hacer ahora?", quiso saber el hombre. La criatura lo miró con unos ojos que irradiaban bondad y comprensión. En ellos no había odio ni rencor. "Me sumergiré en el agua del río con tal de descansar; quizás algún día nos volvamos a ver", contestó.
- ¿Y eso por qué?
- No lo sé. Algo me dice que soy una criatura que pertenece al río. Y que ahí podré recuperarme.
Tras decir esto, le pidió con un gesto de su mano que guardara silencio. Cerró los ojos y de su piel comenzaron a brotar más diamantes. "Si quieres, puedes coger los que quieras", murmuró. El hombre no dijo nada. Sólo observaba la forma en en que brotaban mientes en su cabeza no paraba de repetirse la historia que le acaba de contar.
Poco a poco, la criatura fue levantándose. Se estiró y comenzó a dirigirse hacia el agua. "Es hora de descansar". Esto lo dijo volteando la cabeza mientras se despedía con la mano del brazo que había tenido que colocarse. "Hasta otra". Lentamente, fue adentrándose en la profundidad del río hasta desaparecer por completo.
El pastor se quedó casi media hora mirando el lugar en el que despareció por completo. Entonces, dirigió su vista hacia los diamantes que había en el suelo. Cogió dos. Eran diminutos. Pero los analizó detenidamente mientras los tenía en sus manos. Dejó el más grande de ellos y el otro lo guardó en uno de los bolsillos del pantalón. Tenía que regresar a casa. El rebaño estaba en las cuadras, pero antes tenía que pasar por la taberna a comprar algunas cosas. Y aquella piedra le podía ayudar a pagarlas.
Fue hacia el árbol en el que tenía amarrados los dos perros. Los soltó y estos se dirigieron a la cabaña por instinto. Debían proteger a la ovejas durante la noche. Hasta la taberna sólo había veinte minutos de distancia, por lo que se puso en marcha.
Al llegar, notó que había un jaleo más grande de lo normal. Y, cuando entró, observó que cuatro individuos estaban invitando a los que allí había. Fue a la barra y pidió un vino. También un poco de embutido. Este lo llevaría a casa y lo cenaría después. Justo entonces, al momento de entregárselo, escuchó una voz diciendo que no le cobrasen. Y que le pusieran más cosas, pues se le notaba cansado después de un duro día de trabajo.
Aquel hombre que vestía con una enorme elegancia fue hacia él y le puso la mano sobre el hombro. "Tranquilo, mientras estemos aquí no te va a faltar de nada. Mozo, ponle otro vino a mi amigo". Cuando dijo esto, dio un golpe en la barra y dejó un pequeño diamante a modo de pago. "Vaya, así que es uno de los aldeanos de la historia", barruntó el hombre. "Muchas gracias, pero no hace falta", le dijo tratando de disimular el asco que sentía. "No, nada de eso. Beberás el vino y te llevarás lo que el tabernero te ponga; dale la bienvenida a la comodidad", gritó. "Vale, de acuerdo, muchas gracias". De nuevo, trató de disimular la ira que lo inundaba. Tras esto, aquel hombre le dio otro golpe en el hombro y le dejó solo.
Bebió el caldo de trago y marchó de allí. No quería discutir. Mucho menos tener problemas. Pero al traspasar la puerta de la taberna percibió que, en el pórtico, había otro de los aldeanos. Sus finos ropajes le delataban. Además, estaba apoyado en la barandilla mientras fumaba en pipa un tabaco que, por su aroma, era de los más exquisitos.
El pastor se agachó y fingió coger una piedra que había al lado de aquel hombre. "Disculpe, buen señor, creo que se le ha caído esto". El tipo lo miró con desdén y observó lo que aquel que le importunaba tenía en su mano. Era uno de los diamantes. El mismo que se había llevado. Con un brusco y violento gesto lo agarró. Sonrió y lo guardó en una bolsita que llevaba amarrada en su chaqueta.
- Vaya, eres muy amable y servicial.
- Gracias, señor.
- Supongo que lo que llevas es un regalo de mi amigo. Es imposible que con tu posición pudieras comprarlo.
- Así es.
- Vaya, y eres sincero. Dime, ¿dónde vives?
- En la cabaña de antes del bosque. Está a un kilometro de aquí.
- La conozco. Tú eres ese pastor que tiene dos perros y una mujer. He oído que estáis esperando vuestro primer hijo.
- Sí, señor. Así es.
- ¿No eres muy viejo para ello? Tu parienta ronda los cuarenta. ¿Qué futuro le espera a la criatura?
- Dios proveerá. Si quiso que ella abandonara los hábitos después de conocerme... también querrá que salgamos adelante.
- No deberías dejar todo en manos de la Fe, amigo mío. Esta vida es más material de lo que te imaginas.
- Señor, el que le haya dado esa piedra no tiene que ver nada con Dios; ni con mu mujer ni mi futuro hijo.
- ¿Estás seguro? Creo que eres demasiado bondadoso... demasiado ingenuo...
- Alguna vez me lo han comentado...
- Bien, pues por haberme devuelto el diamante dispondrás de todas las comodidades que necesitéis. No os va a faltar de nada.
- Oh, muchas gracias, señor.
- Mañana, al medio día, pasaremos y os explicaremos los pormenores del trato.
- De acuerdo, señor. Mañana, entonces.
- Eso es. Y ahora vete, que te están esperando.
- Lo haré, señor. Muchas gracias.
- Vete...
Nada más finalizar el intercambio de palabras, fingió dirigirse a casa. Pero lo que el aldeano no sabía era que su mujer había marchado hacía un mes atrás. Lo hizo al pueblo de sus primos. Y ese lugar estaba gobernado por otras gentes. Los de la aldea no podrían seguirles hasta allí. Y él tenía pensado dejar atrás aquel paisaje en cuanto saliera el Sol. Pero aquel encuentro le convenció de que tenía que hacerlo urgentemente. Se rió. Se rió porque ya tenía las provisiones necesarias para realizar el viaje. Así que, dio media vuelta, y rodeando la taberna, fue a la cuadra en la que tenía guardado los perros y el rebaño. Sería un viaje difícil. Pero tenía que comenzarlo.
Le esperaban unas 12 horas de trayecto. Y ese sería el instante en el que los aldeanos llegaran a su abandonado hogar. Pero antes de partir decidió mirar por última vez el río. El lugar en el que había estado conversando con la criatura. "Ojalá tengas suerte", pensó. No la vio, pero algo le decía que le estaba observando. Que había sido testigo de todo lo que había acontecido desde que le dejó. "Será que esas aguas son curativas pese a algunas gentes que a su vera habitan", masculló. Y tras esto, comenzó a caminar a un paso tranquilo, pero decidido. Sí, tal vez volviera a encontrarse con ella. Y, con un poco de suerte, habría recuperado la memoria y podría contarle se historia.
Comentarios
Publicar un comentario