AL DESAPARECER LO CANSADO

Los zapatos le quedaban grandes.

Y la ropa, raída y desgastada,

parecía vivir en tiempos

que resultaron parados

por unas manos con intereses.


Tenía por costumbre

el sentarse en una esquina

mientras contemplaba a la gente en sus paseos. 


Unos le veían, otros pasaban de largo.

A veces se levantaba

y buscaba el aire.


Entonces caminaba a una fuente.

Y de ella desde sus aguas bebía.

Recuperaba su calor

cuando le confería el frescor

de la energía que llegara a perder.


También portaba un viejo sombrero

que, pese a su cuerpo viejo y roto,

le protegía del Sol deslumbrante

en su aflorar al mediodía.


Y llevaba también un gran saco

en el que metía sus artilugios

con tal de sí mismo no olvidarse

en medio de la rutina.


Una rutina formada

desde las raíces de un terremoto

cuyo epicentro se quedaría en tierras lejanas.


Y estas estaban en las líneas de su memoria,

y los latidos de su corazón,

otorgándole la calma.


Porque a veces se sentía cansado

y aquello le hacia reflotar

en la superficie de aguas dulces.


Era entonces que su alma parecía flotar

al encontrar la completa tranquilidad.

Soñaba, entonces, con sueños

donde soñaba despierto.


Era entonces que su alma parecía danzar

un baile con música jamás escrita.

Soñaba, entonces, con locos

más cuerdos aún que los cuerdos.


Regresaba entonces a la fuente

y volvía a beber de su agua

al desaparecer lo cansado.








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