"Vermiglio": la belleza de lo cotidiano durante la Guerra

Maura Delpero muestra la lucha de un mundo que dejará paso a otro

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Si el paisaje ha de formar parte del elenco de una película... en Vermiglio cumple un papel protagónico. La trama que nos ofrece la italo argentina Maura Delpero (1975) no sería nada, pero absolutamente nada, sin las texturas de la italiana región de Trentino. Sus inviernos cerrados, además de primaveras que van dando paso a la vida, se vuelven algo fundamental en toda la extensión de su metraje. Es, sin ir más lejos, una excelsa metáfora del transcurrir de las generaciones. Sobre todo en una familia con sus anhelos, dificultades y decepciones. Y todo ello en el tramo final de un conflicto bélico.

En concreto, nos tenemos que retrotraer a 1944, cuando queda un año con tal de que se de carpetazo a lo que fue la Segunda Guerra Mundial (1939-45). En esos días, Cesare (Tommaso Ragno), mientras ejerce sus labores de profesor, acoge en su hogar a un soldado que decide colgar las armas. Poco a poco, y pese a las reticencias iniciales, el poco hablador y reservado Pietro (Giuseppe De Domenico) va ganándose a los de su linaje, en especial a Lucía (Martina Scrinzi), con quien acabará casándose. Poco después de la ceremonia, y habiendo finalizado la contienda, el joven parte temporalmente a su Sicilia natal. A partir de ahí, una serie de trágicos eventos harán que el clan se plantee hasta su propia filosofía de vida.

La inestabilidad de lo fijo de las tradiciones


En sus casi dos horas de duración, el guión elaborado por la propia Delpero va desgranado lo trivial del clan. Partiendo de la forma en que Cesare, desde su posición de maestro y padre de familia, va dirigiendo el futuro de sus vástagos, hasta las esperanzas de estos mismos. La sumisión a su figura, a la par que desprende un aura de autoridad incluso en la gente de su pueblo, va deshilándose entre más de un error por creer saberlo todo y la dureza de aquellas fechas. El golpe de realidad que recibe es la personificación de cómo se tambalea todo lo que tenía planeado.

Un factor esencial es el aspecto de lo religioso. Este se ve continuamente confrontado por las ansias de vivir de Lucía. Esa energía propia de una rebelión ante lo predestinado, choca frontalmente con la manera en que Ada (Rachele Potrich) ve las cosas. Tanto que, con la frustración que le causa que su padre le impida seguir estudiando, será el ancla de todo. Ello pese a que, por una sexualidad ajena (y pecaminosa) a lo socialmente establecido, meterá en más de un lío a su hermano Dino (Patrick Gardner). La lucha que el joven mantiene con su progenitor será también fundamental para que este vea que nada está prefijado.

En el centro de todo ello, en la base de una sociedad patriarcal, está la influencia de un matriarcado que aparece cuando las cosas están más oscuras. Adele (Roberta Rovelli) y la tía Cesira (Orietta Notari) son el remo que saca la barca a flote. Por un lado aúnan la experiencia de la última y el dolor de la primera. Juntas, y reforzándose con la ilusión de los más pequeños y la insospechada fortaleza de Dino, batallarán en un mundo que se tambalea en sus creencias y cuyo resultado será algo que ni imaginaban por la impotencia del que suponían tendría que coger el mando. Son, al fin y al cabo, el reflejo de unos nuevos tiempos que dispondrán de la esencia de las raíces.

El entorno, lo nuevo y los tabús


Un aspecto que les puede llamar la atención es la forma en que Delpero muestra la cotidianidad: la relación de las gentes con su entorno. Su discurso narrativo se asemeja al del documental; es un hecho hasta natural, pues la directora ha trabajado ese universo. Conversando con Kinótico, comentaba que en ellos había tratado la vida de las personas, pero que, inconscientemente, siempre volvía a determinados aspectos y lugares. Por ello, el ficcionar, expresaba, fue un acto de honestidad, ya que iba creciendo somo si de algo orgánico se tratara. Sobre todo al pretender tener una clara relación con el actor ante el cansancio que le generó el contacto con las personas aparecidas en sus otros trabajos.

Según revelaba en esa charla, lo que le atrae es lo extraordinario de la gente ordinaria. En consecuencia, la guerra se recrea de forma implícita ya que pretendía "contar la vida de las personas", señalaba en La Razón. Justo antes y después del conflicto, pues fue un "momento de migración a la ciudad en el que empezó a florecer la economía y hubo un cambio realmente estructural de la sociedad". Ello con un telón antimilitarista bajo la figura de Pietro. "La cobardía siempre ha sido vista como algo de perdedores: yo quise relativizarlo, y ver que depende del contexto, quise reivindicar nuestra fragilidad: la guerra rompe lo lindo y frágil de la vida", decía.

Por lo tanto, la sexualidad femenina es representada como la lucha entre los viejos y nuevos tiempos que vendrán después de lo bélico. Está la mujer como un simple objeto reproductor mientras se avergüenza por caer en la tentación carnal. También refleja el repudio a la menstruación y la masturbación, siendo esta un pecado que arrastra a la penitencia cuando la atracción hacia el mismo sexo es otro tabú que conllevará un castigo a un tercero ante la sospecha de que este es el artífice de un acto delictivo. "La película se articula sobre secretos, sobre esconderse, sobre hablar en voz baja, mentir", explicaba Delpero a Caimán Ediciones. Y ahí entra la suciedad, lo impuro, pues el mismo parto, al estar relacionado con el cuerpo femenino, "te dejaba fuera de la iglesia por cuarenta días".

La migración y las raíces con el color del paisaje


Lleven esto a un documental que narra lo habido en una zona aislada y anclada en las tradiciones que conllevan el cristianismo. Y ahora retrocedan hasta los días finales de la Segunda Guerra Mundial. Aquellas gentes casi no podían comprender la lengua de los que residían a 100 kilómetros. Menos aún la de aquellos que vivían a más 1.400 de distancia, la que hay entre Trentino y Sicilia. "Italia tuvo su verdadera unificación lingüística con la televisión en los años 50", seguía contando la directora en La Razón. Y ahí entra también el rechazo inicial, el racismo, hacia Pietro. "Es una cuestión de jugar con lo exótico, porque por un lado pertenecen patrióticamente a lo mismo, pero por otro proceden de dos mundos diferentes". Añádanle que era un soldado que rehusó luchar.

Pero en el largometraje también hay un componente de nostalgia y homenaje. Vermiglio es el pueblo natal del difunto padre de la autora. Y la idea de realizarlo, aunque fue construyendo el proyecto poco a poco, se dio después de ver una fotografía de la infancia de aquel. Por ello son tan importantes los retratos a lo largo de la narración. Tiene por propósito dar más fuerza a lo contado, además de representar la importancia de las propias raíces: de dónde venimos. El recrear la película al final de la contienda es el resultado de ampliar el marco que le llevó "del campo a la ciudad de posguerra", proseguía en La Razón. "Fue un proceso largo en el que entendí que tanto microscópica como macroscópicamente ese momento de la sociedad italiana sería interesante para el cine".

Entonces, ante lo que quería recrear, la cineasta estuvo mucho tiempo preguntándose cuál debía ser el color de la película. No quería que fuera algo nostálgico, tampoco del blanco y negro contemporáneo que resulta saturador, explicaba en Caimán Ediciones. Finalmente, se decantó por el autochrome, "una técnica de principios del siglo pasado que consiste en colorear con colores primarios fotografías en blanco y negro". Con tal fin se puso en contacto con el ruso Mikhail Krichman. Le comentó que iba a ser celeste y le propuso trabajar "sobre una base desaturada en la que poder aplicar algunos colores primarios para dar este tono de calidez". El resultado es que los paisajes, y los cuadros interiores, son parte del elenco principal del film: forman parte de los protagonistas.

Las capas ante el florecer


En definitiva, lo que Maura Delpero nos propone es una película intimista, aparentemente simple, pero de una enorme complejidad. Con ella, el espectador se sorprenderá por lo bellamente escrita que está una historia que, a primera vista, puede resultar ordinaria. Pero ahí radica su fortaleza. En la forma en que lo más nimio llega a convertirse en algo de extrema importancia mientras va mostrando capas y capas de una rutina que parecía estar fijada a fuego. La música como alimento del alma, así la describe Cesare en determinado momento, se vuelve un escape momentáneo que, para él, al final dejará de tener sentido. Al igual que su convicción por tenerlo todo atado al ver que acaba tomando el lugar inicial de Pietro. Pero como sucede con las estaciones del año, y estando siempre de fondo, la vida germina dando luz por el florecer de una sonrisa donde hasta hacía poco sólo había oscuridad.

Ello dentro de una coyuntura sorprendente: es la segunda película de Maura. En su Maternal de 2019 también se encargó del guión. Por cierto, exceptuando Vermiglio no hemos visionado sus trabajos anteriores. Pero esto no deja de ser una buena excusa con tal de adentrarnos en la obra de quien estudiara literatura en Bolonia y Paris, además de teatro en Buenos Aires. Ha de ser un ejercicio interesante. Más teniendo en cuenta que este último film se ha hecho con el Gran Premio del Jurado en el Festival de Venecia. La finura con labra los planos exteriores, en especial las panorámicas, ofrecen una brillante muestra de la tierra que la ambienta. Asimismo, los interiores plasman nítidamente las sensaciones que a cada momento sienten los protagonistas. Y esto, por cierto, es algo que el espectador interioriza sin ser forzado a ello en una simbiosis que, al acabar el metraje, le costará librarse de ella.







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