LA ALTAGRACIA
27/II/2021
Respondía al nombre de La Altagracia,
y podría ser uno como cualquier otro.
Uno de esos que se adjudicaban
partiendo del Gran Santoral
en los tiempos en que la divinicencia
parecía dominar la sociedad.
Su infancia transcurrió entre los juegos
y dio por concluida
demasiado pronto.
Todas las horas de la enseñanza
estuvieron marcadas por los dictados
de lo inamovible y las esferas
del olor a naftalina.
Esta mostraba lo que era la decencia
que se debía guardar y preservar.
Descubrió en los libros
de la biblioteca, todos ellos eran
orientados, la manera
de escapar de su desierto.
Eran tiempos donde la familia
suponía el eje vertebral del estado,
donde el trabajo glorificaba
a cada una de las almas
y no existía tiempo para aquellas creencias
que fueran más allá de las pautas.
Por eso contraería matrimonio
con la pura María
que le dio cuatro hijos.
Entablaría una amistad profunda
con Juan, quien le ofreciera libros prohibidos
y la calidez de las caricias.
Era el disfraz de la vida
unida en el luchar por su descendencia
y de la felicidad prohibida.
Lujuria del amor
censurado por la angosta profundidad
condescendiente a la capa
que le mantenía encerrado.
La aparente libertad llegaría
con la ansiada partida de aquel caudillo,
pero sentía que algo le faltaba
y el vacío se agrandaba
atragantándose en cada uno de los días
que frente al espejo se miraba.
Entonces se decidió a dejarlo
todo para marchar
y empezar de nuevo.
Comenzó a llamarse La Altagracia
olvidándose del nombre que habían dado.
Rechazó el amor de las caricias
hacia su supervivencia
reflejada en las miserables monedas
de quienes con ella disfrutaban.
Metíose en un mundo
que la transformó en simple y mera carnaza,
en una mera presa más
en un gigante desierto.
Tan solo ansiaba la felicidad,
encontrarse con lo que estaba escondido
en su ser. Aquello que guardaba
y sinceramente ansiaba
sacar. Poder mostrarse tal y como era
más allá de cualquier apariencia.
Pero tropezó con el desprecio
de la carne atada
al visceral asco.
Eso no se llamaba lujuria.
No era más que el simple acto de la posesión,
el dominio hacia aquel que se creía
débil, falto de humanidad.
El lastre vergonzoso de una sociedad
que no tenía espíritu, ni un alma.
Entonces llegaron
las últimas caricias. La brutalidad
que protegerla le decía
ante tan caníbal mundo.
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