La historia del porro que se fumó sin darle importancia (VII)


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Tenía la costumbre de sentarse en aquella terraza cuando salía de trabajar. Se fumaba un cigarro y andaba unos 20 minutos hasta aquel bar que estaba a 5 de su casa. Por norma general, hacía así el trayecto de vuelta a no ser que estuviera lloviendo. Y aquel día había sido especialmente ajetreado. Un problema informatico les había dejado en bragas y tuvieron que rehacer el papeleo en 2 horas. Los nervios se podían palpar en el ambiente de la oficina.

Por fortuna, todo había sido resuelto y parecía que no había ningún problema. Así que aquel café que le solía servir con tal de airearse cobraría más importancia que nunca. Se rió ante ese pensamiento. El mundo no iba a acabarse, pero por momentos parecía que así iba a ser. Rara vez contempló semejante caos. Incluso diría que fue la vez en que más cerca estuvo de sentir la sensación tras abrirse todos los Sellos de Apocalipsis. Sólo faltarían las Trompetas. Pero cuando estás sonaron indicaron el fin de una jornada laboral en la que consiguieron respirar de alivio.

Mientras tenía el café encima de la mesa empezó a hacerse un porro. Tenía que pasar por "El botiquín de emergencia". No disponía de alubias ni pasta, por lo que decidió ir y comprarlas. Pero antes disfrutaría del paisaje urbano. Sentado como estaba en esa terraza, podía contemplar el fluir de las aguas del río mientras separaba aquella urbe en dos. Estaba situado en las faldas de una montaña. Lo que había enfrente era la parte de un valle ubicado a los pies de otra. Y aquel lugar estaba rodeado de ellas. Aunque se iba abriendo un llano a ambos lados de las aguas mientras estas se iban acercando al mar y a su desembocadura.

Tenía puestas las gafas de Sol. Veía a la gente recorrer aquel paseo. Solos, en compañía, paseando a sus mascotas. Aunque el bullicio transcurría siendo algo habitual se palpaba la rapidez de la vida cotidiana. Pero, por lo que sea, a aquellas horas parecía respirarse tranquilidad. El fin de la jornada de trabajo lo originaría, aunque habría todavía más gente en sus labores. Entonces, el camarero salió a recoger lo que habían dejado en una de las mesas y se puso a mirar el paisaje.

- Parece que se acerca tormenta.

Miró hacia el lugar al que dirigía su mirada el chaval. "Eso parece".

Cuando los nubarrones venían de aquella zona era sinónimo de lluvias. Y aquellos eran bastante oscuros. Con el paso del tiempo había aprendido a calcular cuánto quedaba con tal de que descargaran. "Nos quedará media hora de relax", indicó. "Por si acaso, voy a recoger las sombrillas".

No sabía si le daría tiempo. Pero dejó que el porro se apagara por sí solo. Acabó el café y se despidió del camarero. Con un poco de suerte podría hacer las compras y llegar a casa antes de que empezara a llover. Así que lo acabó y se puso en marcha. La tiendita estaba en linea recta. Simplemente tenía que avanzar por la calle y entrar. Una vez allí, cogió lo que había ido a buscar y pagó. Al salir por la puerta se levantó un fuerte vendaval. Lo más seguro es que en menos de cinco minutos comenzará a jarrear.

No tuvo que andar ni un minuto hasta llegar al portal. Sacó las llaves y le invadió un inconfundible olor. Habían fregado las escaleras poco antes. Pero ya se habían secado. Había sido un día caluroso y esto contribuyó a ello. Decidió subir andando los cuatro pisos. No llevaba peso. Únicamente la mochila del trabajo. Y en ella la pequeña compra que acababa de hacer. La tiendita seguía sin vender condones. Y eso le produjo risa. En su momento, la dueña le comentó que no tenía la cabeza para esas cosas. Y más teniendo una farmacia a la vuelta de la esquina. Se volvió a reír mientras llegaba al rellano del segundo piso.

Junto cuando estaba ahí un resplandor vino de la calle. ¿Qué había sido aquello? Menos de cinco segundos después se escuchó un trueno que parecía mover todas las paredes del edificio. Se quedó blanco. Miró por la ventana que daba a la calle. Todavía no había empezado a llover. Pero poco tardaría. Se apresuró a subir los pisos que le quedaban. Al llegar a la puerta de su casa fue a sacar las llaves. No las encontraba. ¿Dónde las había dejado? Buscó en todos los bolsillos. Mientras hacía eso mismo escuchó que empezaba a llover. Finalmente las encontró. Las había guardado en un bolsillo de la mochila. La metió en la cerradura y, tras este movimiento, entró.

Se dirigió a la cocina por el pasillo que iba desde la derecha hacia ella. Pero a mitad de camino se dio media vuelta y se dirigió al salón. Algo le decía que se había dejado el balcón abierto. Y así era. Al entrar en él por la puerta que había a la izquierda del final de este entró y miró a la derecha. Fue hacia allí y lo cerró. Vio que la lluvia parecía el Diluvio Universal. Otro trueno ensordecedor le hizo estremecerse. Y se fue la luz. La estancia era luminosa, pero el pasillo estaba en penumbras. Así que puso la linterna del móvil y fue a la cocina. Al entrar se dirigió al armarito que había al lado de la ventana. Cogió una pequeña vela y la encendió. Por suerte la radio iba a pilas. Puso música y encendió el porro que tenía por la mitad. Se puso a fumarlo mientras veía la lluvia caer.

Observó que a pesar de la fuerza con la que llovía había algunas gentes que estaban en la calle. Podría ser que les hubiera pillado el aguacero, pues todos los que vio iban sin paraguas. Algunos corrían. Otros se resguardaban en portales. Y alguno se metió en un bar. De allí salió una persona que parecía estar un poco tocada por el alcohol. Iba haciendo eses y hablando sola. Más bien discutiendo. Aunque era inteligible lo que decía. En ese momento volvió la luz. Puso el interruptor en posición de apagado y se fue con la vela al salón. Al llegar encendió la tele. Pero volvió a la cocina porque se olvidó de apagar la radio. A su regreso sopló a la vela y la llama de esta se extinguió. Acercó el cenicero y muy despacio, con bastante calma, fue consumiendo el porro mientras veía un partido de fútbol sala. Ni siquiera se fijó en los equipos que jugaban.

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