El secreto detrás de los trajes



Aquel vestido hecho a mano realzaba su figura. Las caderas tenían unas formas más redondas y firmes. Y el busto adquirió un realce exquisito. Pero su color no pegaba con el de su cabello oscuro. Parecía frío y antinatural. Carente de vida. Y lo que deseaba era eso mismo: que transmitiera calor, fuerza, vitalidad... Rápidamente llegó a la conclusión de que era por el bronceado artificial. Nunca le gustó su resultado. Pero, a pesar de sus puntos en contra, aquel joven era muy apetecible.

Tras volver a mirarse en el espejo desechó la idea de vestir el traje. El resultado no le satisfacía. No podía encontrarse cómoda con él. Así que fue despojándose de la prenda hasta quedarse en ropa interior al ir hacia la maquina de coser. Allí tenía la piel del rostro de Alfredo. Sí, esta seguía siendo hermosa. Le recordaba al Narciso mitológico que había visto en algún que otro cuadro. Era bello, muy bello. Pero desde el momento en que supo que iba al gimnasio debió de haberse echado atrás.

De hecho, aquellos cuerpos esculpidos entre maquinas y pesas solían dejarla indiferente. Prefería el de los que estaban fortalecidos por el trabajo. Eran más naturales. El esfuerzo por ganarse el jornal hacía que le resultaran realmente embaucadores. Por eso le extrañó aquella curiosidad por Alfredo. Quizás fuera la conversación o su intrigante mirada. No parecía ir buscando un lío. Ni siquiera iba al grano. Sólo parecía querer hablar. Así que, poco a poco, fue cogiendo confianza y le aceptó la invitación a una cerveza.

Después vino otra mientras le contaba dónde había estudiado y que, pese a ello, tenía un más que interesante trabajo que era completamente ajeno a lo que soñó en su adolescencia. Aun así, le comentó que, en sus ratos libres, encontraba tiempo para dedicarse a ello. Aunque fuera por afición o desengrasar lo que tanto le había costado. No estaba defraudado con la vida, decía. Simplemente, esta tiene caminos que no podemos predecir. "Hay psicólogos que no han ejercido, o no ejercen, y por ello no quiere decir que no lo sean", le señaló.

Pero él no cursó aquella carrera. La que completó fue la de Historia. Y dedicaba sus ratos libres a investigar sobre antiguas culturas. Decía que le apasionaba. Que le habían publicado varios artículos en revistas especializadas. Algunos de sus compañeros con los que estudió le comentaron que en el sector era muy respetado. Sobre todo después del segundo escrito. Y que podría ejercer la profesión sin ningún problema. Pero prefirió seguir sin ser profesional. "Sentiría que me cortarían las alas", reflexionó. "Trabajo en un inmobiliaria y estoy cómodo con ello. Tengo tiempo para todo lo que quiero".

Sería así que fueron intimando. Lentamente, fueron acercando sus bocas. Al principio, sus dientes chocaron, pero acabaron fundiéndose en un apasionado beso. O por lo menos eso le pareció a Alfredo. Ella hacía tiempo que había aprendido a fingir a la perfección aquellos trances. No sentía nada. Nunca lo había sentido. Pero dentro de su estrategia de caza era esencial. Acarició su cuerpo y le resultó duro. Pero no apreciaba su tacto. Demasiadas pesas, demasiado solarium. Aunque su mirada parecía hipnotizarla. Tenía unos ojos marrones con tonos verdes muy interesantes.

A los primeros ósculos les siguieron otros más profundos mezclados con el calor corporal del joven. Cada vez estaba más excitado. Lo notaba en cada centímetro de su anatomía. Y por esa enorme erección por la que en un primer momento le pidió disculpas. "No pasa nada, no tienes que disimularla", le dijo. Ahí fue que acercó su cadera con tal de que sintiera el ardor de su propio sexo. Hasta eso había logrado teatralizar después de años de cacería. Se transformó en toda una experta. "¿Te apetece ir a mi casa? Vivo justo al lado, a la vuelta de la esquina". Lo soltó de sopetón. Y eso le pilló desprevenido. Siempre pasaba lo mismo. Acto seguido sentían un calentón aún mayor. Y ella se deleitaba con la posesión recién adquirida. "Sí, por supuesto. ¿Quieres ir ahora?". Le miró directamente a los ojos volviendo a deleitarse. "Sí, ¿acaso esperas a alguien más?".

Otra vez tenía todo bajo control. Si en su caso esoo fuera un proceso carnal dentro de lo que llaman "normalidad"... para ella serían los preliminares. Disimulaba el asco que sentía con cada abrazo que recibía de camino a su hogar. La repulsión ante cada caricia en sus nalgas aunque buscara que se las diera. Y ya en el ascensor ella misma desabrochó los botones de su camisa pidiéndole que besara y lamiera sus pechos. Todo ello le originaba unas náuseas tremendas. Pero su cuerpo estaba entrenado. Parecía estar en un éxtasis sofocante mientras pedía a gritos culminar la acción. Sólo cuando su mano fue dirigiéndose a su vagina le frenó. "Espera un poco, tenemos todo el tiempo del mundo. ¿Te gusta el vino?". Él trató de coger aire. Su cara estaba enrojecida. "Sí". Le besó en los labios fingiendo dulzura y le acarició la punta de su pene endurecido. "Esto está perfecto. Tengo tinto. Espero que sea de tu agrado". No podía describir el asco que sentía cuando realizaba aquel gesto.

Pero él no notó nada. Sólo pudo seguirla por el pasillo mientras observaba el contoneo de su cadera hasta que llegaron a la puerta. Sacó las llaves y las introdujo en la cerradura. En cuanto la abrió le indicó que se sentara en el sofá. "Estás en tu casa". Obedeció. Estando encima del mueble comenzó a analizar lo que allí había. Y era poca cosa. Una paredes blancas con un par de ventanas que tenían las persianas bajadas. No había cortinas. Una mesita en el centro de la sala y una fotografía con un gato. "¿Es tuyo?". Ella se acercó con un par de copas llenas del caldo. "De cuando era adolescente; murió hace cinco años". Ese tiempo era el mismo que llevaba practicando lo que en secreto llamaba "batidas".

Le tendió la copa y, tras cogerla, Alfredo le dio un trago. Tenía las manos finas. Los pocos callos que en ellas había eran de las mancuernas y demás maquinaria. No le gustaban. Prefería los de un albañil. Pero, pese a ello, dejó su vaso sobre la mesa y fue desabrochando la minifalda dejando ver un fina ropa interior negra. "Suave, quítate los pantalones". Él dio otro sorbo y desabrochó el cinturón para bajárselos. "Por ahora, dejate los calzoncillos". Nada más decir esto se sentó encima de él moviendo su cadera suavemente hasta que el joven llegó al orgasmo. Entonces, mientras agarraba su pene y lo frotaba contra los labios de su vagina tras retirar la seda de sus bragas, le pidió que bebiera un poco más. Ese era el momento que más le disgustaba. El que más asco le daba. Pero el que mejor orquestado tenía. Fingió darle otro apasionado beso mientras introducía su miembro en ella.

"¿Tienes sueño? Parece que estás empezando a quedarte dormido". Fue perdiendo el sentido poco a poco. Notaba la vista nublada. La cabeza le daba vueltas. Sin saber cómo, fue sumergiéndose en un agradable sueño del que no volvería a despertar. Los latidos de su corazón irían perdiendo fuerza hasta detenerse por completo. Falleció. Entonces, cuando todo terminó, se levantó de encima y le dio un tremendo bofetón. "Cerdo, asqueroso", dijo con rabia a través de una voz casi inaudible. Acto seguido, lo tumbó en el sofá y fue al baño. Se lavó los dientes con una furia endiablada. Después, recurrió al enjuague bucal hasta en cinco ocasiones y se metió en la ducha. Estaba sucia. Se sentía impura. Nauseabunda. Tras lavar todo su cuerpo, y en especial su vulva, salió y se secó. Vistió un chándal y regresó al salón.

Con una fuerza tremenda arrastró el cuerpo hasta la bañera y lo introdujo. En el armario que en el aseo había guardaba un neceser con las herramientas de cirugía de cuando estudió veterinaria. Sacó un fino bisturí y fue despellejándolo muy despacio. Comenzó por la cara y le arrancó los ojos. Estos los metió en un bote con formol que ayudaría a conservarlos. Eran una auténtica obra maestra. Después, quitó la dermis de los brazos y piernas. Luego le tocó el turno al torso. Finalmente, la espalda. Tiempo atrás estuvo en una marroquinería. Sabía qué productos usar con tal de darles la textura del cuero. Y su pene, aquella repugnante creación, fue seccionado y quemado en una olla hasta convertirlo en cenizas.

Pasadas dos semanas, y habiéndose desecho del troceado cuerpo, la piel estaba lista para ser confeccionada. Quién le iba a decir que las clases de costura que en su adolescencia su madre le obligó a tomar le servirían de algo. Con mucha paciencia, fue elaborando un traje de noche que tenía pensado usar en una velada de antiguos compañeros de instituto. Allí estaría el chico con el que tantas veces había soñado. Aquel que le dejó completamente sola en la fiesta de graduación después de pedirle que fuera con él. No apareció en el lugar indicado. Tuvo que volver a casa. Su cama fue su único consuelo. Más aún después de que le mandaran una fotografía de él en compañía de otra persona. Junto a la misma chica que le había hecho la vida imposible durante cuatro años. Pero eso ya había pasado. El presente le esperaba. Y esta vez él sí que sería el protagonista siendo ella su consorte. De la muchacha se encargaría más adelante. Y con ella haría una excepción, pues nunca cazaba mujeres.

Aunque maldijo su suerte cuando comprobó que el vestido no le quedaba bien, recordó el que cosió dos meses atrás. La piel era de un camarero que había sido bastante pesado. Se creía bastante gracioso e ingenioso. Pero aquella circunstancia le venía de perlas en su plan de caza. ¿Qué mejor presa que la que piensa que es el Rey del Mundo cuando tiene que sobrevivir con las míseras limosnas que suponen las propinas? Lo llevó a casa. Pero a este no le dejó disfrutar de su elixir. Le puso una ración doble del veneno. Ni siquiera le concedió el honor de poder atisbar sus pechos. Aquel individuo sería por el que más repugnancia sintió. Por eso escogió el traje hecho con él. Porque su compañero de instituto le causaba la misma impresión aunque al barman sólo le conociera de dos horas. "Si el hábito no hace al monje... por lo menos que se vea reflejado en él".




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