Una carrera a la desesperada
Al tropezarse con el cubo de basura cayó al suelo. Sintió un profundo, y punzante, dolor que comenzó en las palmas de las manos y fue ascendiendo hasta sus hombros. Aun así, y haciendo dos veces el amago de volver perder el equilibrio, logró mantenerse en pié y proseguir su huida. Detrás de él iban cinco varones que le perseguían con la intención de lincharle. Y tenía decidido no darles esa satisfacción. Por lo menos hasta llegar a casa y completar lo que se había propuesto. Así que siguió corriendo mientras oía sus voces llamándole de todo. Y lo hizo pese a que sentía que su cuerpo no podía más. No, no le iba a dar la oportunidad de claudicar. Primero tenía que acabar su tarea.
Poco antes, hacía media hora, había encontrado a aquel que era su objetivo. Llevaba observándole dos semanas. Fue un tiempo que resultó suficiente con tal de saber cada mínimo detalle de su rutina diaria. Solía levantarse temprano. Sobre las siete de la mañana. Y media hora después comenzaba una caminata de diez minutos que le llevaba hasta la oficina en la que trabajaba. Hacia las once y media salía a tomarse un café. Después, volvía hasta las dos. Entonces regresaba a casa. Allí se quedaba hasta las cuatro y media. Y ese periodo de tiempo era el que aprovechaba su amante para quedar con él. Lo que hicieran solos se lo imaginaba. Pero no tenía importancia. Ni había vuelta atrás. La decisión estaba tomada.
Cuando lo localizó eran las ocho de la tarde. Tardaría un poco en llegar a casa. Antes de ello solía tomarse una cerveza mientras conversaba con los compañeros de trabajo. Y media hora después era el momento en el que volvía a encontrarse con su enamorada. Daban una vuelta y cada uno tomaba dirección a su hogar. Alguna vez la había seguido, pero estaba centrado en él. Así pues, al instante en que se despidieron, un doloroso nerviosismo hizo acto de presencia en su cuerpo. Cada extremidad de este era recorrida y se veía en la necesidad de recurrir a ligeros estiramientos con tal de calmarse. Pero no perdió de vista a su presa. Sabía el camino que iba a recorrer. Sólo tenía que adelantarle y esperarle en la esquina de aquella callejuela. Y eso haría. El palo de metal que había guardado por la mañana iba a poder cumplir su cometido. Y él respiraría aliviado.
Así que, tras esconderse, trató de esperarle pacientemente. Pero sus nervios iban en aumento. Las manos le sudaban y una punzada en el estómago que era cada vez mayor le hacía temblar por completo. Pero imaginó el resultado de sus acciones. Y aquello, además de relajarle, le excitaba. Acariciaba el metal tratando de calentarlo. Procurando que fuera más suave al tacto y que no resbalara cuando al fin sirviera para lo que estaba destinado. Contuvo la respiración. Aquella acción también le sirvió de sosiego. Acto seguido, respiró profundamente y exhaló el aire de forma pausada tratando de no hacer ruido. Y parecía que lo estaba logrando. Aquel hombre no se percató de su presencia. Ni siquiera del primer golpe que recibió en la nuca. Quedó inconsciente de inmediato. De su cabeza provino un sonido hueco al chocar contra el asfalto del piso.
Lo observó tendido mientras convulsionaba y la herida iba pintando el suelo con el tono rojizo de la sangre. Parecía que le costaba respirar. Así que decidió que le ayudaría. Había que liberarle de aquella carga que le impedía hacerlo con normalidad. Por lo tanto, el siguiente testarazo fue a parar sobre su pecho. Emitió un sonido desgarrador, pero poco después pareció que la respiración se le cortaba. Tenía que hacer algo. Aquello tenía pintas de ser alguna especie de tapón. Decidió golpearle otras dos veces. Y otra, y otra, y otra más. Se agachó y le tocó el pecho. Qué extraño. A pesar de tener las costillas completamente destrozadas seguía teniendo dificultades a la hora de coger aire. Le volvió a asestar otro tremendo garrotazo. Pero no respondía. Un hilo silbante era lo único que producían aquellos pulmones. Lo mejor sería evitarle todo aquel sufrir. Así que descargó otra vez su furia sobre él. Y esta vez fueron cuatro veces, pero sobre su cabeza. "Vaya, parece que todo ha acabado", pensó.
Fue el sonido de unas pisadas lo que le puso en alerta. ¿Tanto jaleo había hecho? Pero si no había puesto ningún tipo de resistencia. ¡Ah, claro! Tenía que haber sido el sonido de los golpes. ¡Qué pena! ¡Con lo armoniosos que habían sido! Es más, estaba convencido de que, si le preguntaran, su presa respondería que había disfrutado como nunca de aquel instante. Pero no todos tenemos los mismos gustos. Y aquellos que oía acercándose parecían no estar muy de acuerdo con el resultado de su obra de arte.
¿Qué haría? ¿Les esperaría con tal de explicarles su significado? ¿O saldría corriendo de allí? Sí, la mejor opción era esta segunda. ¿Cómo si no podría completar su propósito? Pero para ello tenía que llegar a casa. Y esto no iba a ser una empresa fácil. Menos mal que en sus años mozos había sido muy aficionado del correr. Aunque estaba en baja forma, su cuerpo se acordaría de ello. Sólo tenía que darle un pequeño empujón. Total, su objetivo estaba a un kilometro de distancia. ¿Por qué no hacerlo? Si al llegar le preguntaban qué pasaba contaría lo que había sucedido. No tenía tiempo que perder. Era ahora o nunca.
Y arrancó. Salió corriendo como si le persiguiera el mismísimo Diablo. O cinco, por lo que le pareció descifrar por las voces que le indicaban que parase. Entró en un oscuro callejón. No pasaba por él desde hacía años, pero seguía siendo igual de nauseabundo y claustrofóbico. El olor de la humedad mezclado con el orin y demás excrementos presidía el ambiente con un peso insoportable. Pero siguió en su carrera, aunque para atravesar esa zona algunas veces tuviera que contener la respiración.
De repente, tropezó con aquel cubo de basura. Cayó al suelo y se levantó de forma automática mientras el dolor se extendía por sus extremidades superiores. Lo maldijo mientras casi volvía a perder el equilibrio en dos ocasiones. Recomponiéndose, prosiguió su huida. Al llegar al tramo final la luz que las farolas emanaban fue aclarándole el camino. Y al fondo, casi como si fuera una señal del Destino, notó que la iluminación de su pequeño chalet estaba accionada. Hasta podía distinguir la silueta de Isabel preparando la cena.
Saltó el seto y fue directo a la entrada llamándola a gritos.
- ¡Isabel! ¡Isabel! ¡Abre la puerta! ¡Rápido!
Pudo ver que la mujer dejaba la cocina dirigiéndose a la entrada. La puerta fue abierta cuando le quedaban unos 20 metros antes de llegar a ella. Y apareció la figura de una fémina de metro sesenta. Era delgada y su pelo castaño iba recogido en una coleta que le llegaba hasta la mitad de la espalda. Ni siquiera se fijó en que iba con la bata de andar por casa a pesar de que casi estaban a punto de entrar en el verano y hacía un calor sofocante. "¿Qué pasa?", dijo completamente asustada.
- ¡Entra! ¡Entra rápido en casa!
- ¿Pero qué pasa?
- ¡Cállate!
Tras decir esto, entró y cerró la puerta. Puso el pestillo e introdujo las llaves en la cerradura. "¡Cierra todas las persianas! ¡Tenemos que ir al sotano!".
- ¿Pero qué pasa!
- Ahora te cuento.
***
Isabel dejó a Eric antes de irse a casa. Se habían encontrado de casualidad hacía dos meses. Llevaban sin verse más de 10 años, desde los días que estudiaban Empresariales en la universidad. Por motivos familiares, el joven tuvo que mudarse de ciudad y, por lo tanto, matricularse en otro lugar. Al principio, habían seguido manteniendo el contacto. Pero, por cosas de la vida, este fue enfriándose. Y como no quiere la cosa, cuando fue a hacer unos trámites a la inmobiliaria en la que trabajaba, se encontró con su viejo amigo.
Al principio le costó reconocerlo. Fue algo en su tono de voz lo que le hizo darse cuenta de quién era la persona que tenía delante. Y Eric no había perdido el sentido del humor que solía gastar. "Estaba esperando a ver cuánto tiempo tardabas en darte cuenta", le comentó cuando Isa le preguntó si era él. Después de esto, y tras hablar un poco de su vida, decidieron que quedarían cuando este saliera de trabajar. Tomarían algo por los viejos tiempos.
Y así lo hicieron. La química entre ellos no había desaparecido. No era sexual, sino de esas habidas en las personas que, incluso mucho tiempo después, sigue conservándose a pesar de la falta de contacto. Lo que más le sorprendió a Isabel fue que no hubiera formado una familia. Ni siquiera tenía pareja. Además, cuidaba de su madre, quien estaba aquejada de Alzhéimer. La pobre mujer pasaba la mayor parte del día en casa siendo acompañada por una cuidadora. Y esta era la encargada de sacarla a la calle. Él, por el horario de su trabajo, no podía hacerlo. Pero aprovechaba el interludio habido entre la mañana y la tarde con tal de estar con ella.
Fue así que, de casualidad, y teniendo en cuenta que ambas se habían conocido cuando ellos estudiaban, la invitó a ir a verla. Esta accedió. Comenzó a acudir muchas tardes y pasaba una hora leyéndole historias. La pobre mujer parecía no responder a los estímulos, pero de vez en cuando le parecía que una fina sonrisa asomaba por su rostro. Después, cuando Eric finalizaba su turno, daban un paseo juntos y le comentaba el rato que habían pasado.
Poco a poco, fueron recuperando la vieja confianza que solían tener. E Isabel acabó contándole lo feliz que era con Arturo, la persona con la que se había casado dos años atrás después de un noviazgo de cuatro. Eric se sentía contento por ella y esta, por su parte, muchas veces no podía disimular la tristeza que le causaba la situación con su madre. "Tranquila, lo que tenga que llegar llegará; no me suelo comer la cabeza por ello, así que no lo hagas tú", le dijo en una ocasión.
Pero ella no lograba quitarse ese reconcome que tenía. Además, debía contárselo a Arturo. Todavía no le había dicho nada. Y no sabía por qué. De todas formas, sabía que su pareja no lo iba a tomar a mal. Nunca le había dado importancia a esas cosas. Es más, la empujaba a relacionarse con la gente. A tener nuevas amistades. Además de animarla a recuperar las viejas.
Por ello, y con una alegría inmensa, cuando a la noche llegó a casa se puso a hacer la cena. Había decidido preparar macarrones a la boloñesa y unos filetes de carne. Pero ese día habría un invitado a la mesa. Le dijo a Eric que pasara esa velada con ellos y así se conocerían. Sobre las cuatro de la tarde le mandó un mensaje de WhatsApp a Arturo explicándole la situación. Y le pedía que antes de llegar comprara un par de botellas de vino. A todos ellos le gustaba, y su marido, aunque fuera poco, entendía de estos. Así que estaba convencida de que haría una buena elección.
Sin embargo, al llegar notó que su pareja se había dejado el móvil. "Bueno, no pasa nada; las encargaré al supermercado y nos las traerán", pensó. No sabía qué elegir, pero recordó una conversación en la que Arturo hablaba bastante bien de una marca en concreto. Así que, decantándose por ella, se puso manos a la obra.
Y lo hizo con música de fondo. Encendió la radio y buscó su emisora favorita. Estaba radiante, feliz. Iba a presentarle a una de las partes más importantes de su juventud. Y estaba convencida de que se llevarían bastante bien. Incluso tenían gustos similares en cuanto deportes y aficiones. Con un poco de suerte, hasta podrían hacer alguna que otra escapada al monte si Eric lograba dejar a su madre con la cuidadora. Aunque pensaba que llevarla con ellos le podría venir bien ya que le podría dar el aire fresco.
Pero en estas, mientras estaba sumergida en sus cábalas mientras preparaba la cena, escuchó la voz de Arturo llamándola a gritos desde la calle.
- ¡Isabel! ¡Isabel! ¡Abre la puerta! ¡Rápido!
Se quedó helada. ¿Qué podía estar pasando? Lo único que se le ocurrió fue ir corriendo hacia la puerta y abrirla. Al hacerlo, le vio venir a toda velocidad. Detrás de él, unas cinco personas le seguían.
- ¡Entra! ¡Entra rápido en la casa!
- ¿Pero qué pasa?
- ¡Cállate!
Tras decir esto, Arturo entró y cerró la puerta. Puso el pestillo e introdujo las llaves en la cerradura. "¡Cierra todas las persianas! ¡Tenemos que ir al sotano!".
- ¿Pero qué pasa!
- ¡Ahora te cuento!
Acto seguido, apoyó la espalda contra la puerta y trató de coger aire. "¡Baja a sótano!", le gritó con una voz endiablada.
- ¿Pero qué pasa?
- ¡Te he dicho que bajes al sótano!
Isabel se quedó completamente inmóvil. No podía reaccionar ante aquella furia que nunca antes había presenciado. Los ojos de su marido irradiaban cólera y maldad. Y sin mediar palabra, la agarró del brazo arrastrándola hacia el sótano. Casi hizo que cayera por las escaleras, pero la sujetó con tal fuerza que parecía que iba a arrancárselo. Al llegar abajo, cerró el portón que allí había apoyándose contra este, al igual que hiciera en la entrada. "Aquí estaremos a salvo hasta que todo pase", comentó casi susurrando.
- ¿Qué es lo que pasa? ¿Qué has hecho?
- Nada, sólo me están persiguiendo.
- ¿Pero por qué?
- He matado a alguien.
- ¿¡Que has hecho qué!?
- He matado a tu amante. Y debo completar mi venganza. Ahora... la siguiente eres tú.
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