El castigo que consistió en cenar sopa
Podría haber sido una noche tranquila. Una en que las risas hubieran presidido una velada que estuviera acompañada de una película de terror. De hecho, la niñera decidió ponerles el "Halloween" de John Carpenter. Y aquel claustrofóbico largometraje le sirvió con tal de calmar el punzante dolor de estómago que sentía al haber cenado sopa. Toda su tropa, todas sus amistades, pudieron disfrutar de suculentas chucherías y pasteles mientras ella tenía que asumir su castigo por tirar al gato desde el balcón. "Tranquila, cariño, sólo debes pensar en lo que has hecho y las consecuencias que acarrea", expresó durante la cena la cuidadora mientras le acariciaba la cabeza. "No soy ningún perro", protestó visiblemente enojada por el gesto.
Sus padres decidieron que aquella noche saldrían de fiesta. Ellos también tenían derecho a pasar tiempo juntos, le dijeron. "Ya, y mientras os lo estáis pasando teta tengo que aguantar a estos insoportables mojigatos", soltó cuando le comunicaron lo que iba a pasar. "¡Ya basta!", dijo él entonces. "Tienes suerte de que vayas a estar acompañada a pesar de lo que has hecho. En mis tiempos te hubieran encerrado en un armario hasta que tuvieras que ir al instituto". Mafalda trató de contener toda la ira que parecía erupcionar desde sus mismísimas entrañas. "Dejad de discutir. Tienes que pensar en lo que has hecho. Mañana, cuando nos levantemos, hablaremos de todo ello", interrumpió la madre. "¡Pero mamá, si no les soporto!". Aquella esbelta mujer de 35 años la miró con ojos amorosos. "Por eso, cielo, por eso. Debes comprender que no todo puede ser como quieres".
La rabia parecía apoderarse de la cría mientras recordaba la conversación. Y esto no la dejaba dormir. Mirando con disimulo notó que aquellos cuatro niños estaban sumidos en un profundo sueño. Susanita y Libertad ocupaban la misma cama, espalda con espalda. Estando Miguelito completamente destapado, la baba que de su boca salía surcaba su rostro. Todos ellos llevaban puestos unos tapones en los oídos por los ronquidos de hiena afónica que soltaba Manolito. Petra, la niñera, dormía en la habitación de al lado con su hermano Guille. Por fortuna, no había hecho ninguna de sus trastadas. Era bastante tímido y el que hubiera tanta gente en casa le cohibía. Decidió ir a la cocina a beber un poco de agua y darse un pequeño atracón con los dulces que hubieran sobrado.
Llegó después de cruzar un pequeño y angosto pasillo. Lo primero que le sorprendió fue que no había nada en la mesa instalada en el centro. Era en la que solían comer de forma diaria. Aquello la encolerizó, pero tras calmarse abrió la nevera. ¡Estaba prácticamente vacía! En su interior sólo había un táper con sopa que hacía poco fue sacada del congelador. Y sobre él un pequeño escrito plasmado en un post-it amarillo. "Mafalda, los castigos hay que cumplirlos a rajatabla. No hay atajos posibles. Papá y mamá". Estuvo a punto de agarrarlo y romperlo en mil pedazos con tal de que se supieran que lo había visto. Pero decidió ir a la despensa y dejarlos con la incertidumbre. Esta era un pequeño ropero que estaba justo al lado de frigorífico. Pero al abrirlo apreció que también estaba vacío. Otra nota había en su interior. "Te lo hemos dicho. Los castigos se cumplen. Papá y mamá".
Una furia endiablada volvió a apoderarse de ella. Y dejándose llevar dio tal tremenda patada al cubo de la basura que lo mandó a la otra punta. Todo su contenido se desparramó por el suelo y siguió pateándolo con la intención de ensuciar el lugar entero. Quería darles una lección. Pero aquel escándalo despertó a Petra. Aunque Mafalda la escuchó acercarse continuó en acción. Cuando la niñera la vio le pareció que delante tenía una fiera endemoniada. Se quedó helada, inmóvil. No sabía qué hacer. Finalmente, lo único que se le ocurrió fue lanzarse sobre ella y sujetarla con los brazos. Cayeron al suelo y comenzó a balancearse como si la estuviera acunando. La niña no paraba de gritar y ofrecía una resistencia inhumana. Pero, poco a poco, fue relajándose y rompió a llorar de una manera casi inaudible.
"Bien, ahora vas a ayudarme a recoger todo esto", le dijo la niñera cuando se calmó. "¡No, que lo recojan ellos! ¡Ellos me han empujado a esto", bramó refiriéndose a sus progenitores. Con una gran lágrima surcándole el rostro, Petra le soltó un tremendo bofetón. El lado derecho de su rostro no tardó en ponerse completamente rojo a consecuencia del golpe. "Vas a hacer lo que te digo. Y sobre lo que acaba de pasar les diré por qué lo he hecho. Me quedaré sin trabajo y me denunciarán. Pero lo que acabas de hacer no tiene nombre", le indicó. ¡Ponte a recoger! ¡Ya!", rugió. Esto provocó en Mafalda un enorme pánico. El golpe sólo había originado dolor y consternación. Lo que ahora sentía era puro terror.
Como si fuera un animal amaestrado, comenzó a coger los desperdicios sin decir nada. "No, lo primero es que arregles el cubo. Ponlo bien y ve tirando la mierda en él", le indicó la chavala. Sin inmutarse, y en un acto automático, lo recompuso para después colocar una bolsa nueva. A continuación, fue tirando en él lo que había en el suelo. Petra estaba inmóvil. Sólo la observaba. "No voy a hacer nada. Acaba pronto y vamos a la cama", dijo. Mafalda siguió como si nada hubiera pasado. Parecía estar sosegada. Pero algo en ella estaba cambiando. La necesidad de venganza fue creciendo hasta no dejarla ver lo que había a su alrededor. Sólo quería desquitarse y darles su merecido. A todos. Nadie, nadie, absolutamente nadie se libraría de lo que le acababan de hacer. "¿Ya has terminado? ¡Ahora a dormir!", ordenó la cuidadora mientras le tiraba de la oreja y la llevaba a la habitación. No protestó. No emitió sonido alguno de dolor.
Ya metida en la cama, pudo oír que la joven hacía lo mismo. Decidió armarse de paciencia. Esperar a que volviera a dormirse. Entonces volvería a ir a la cocina. Una vez allí, agarró un gran cuchillo que había en los cajones. Pasó uno de sus pequeños dedos por el filo hasta cortarse. La herida no era muy profunda, pero tenía el suficiente tamaño con tal de manchar la hoja con su sangre. Lo chupó con la intención de parar la hemorragia y degustó su sabor. ¿Cómo sabría la de Petra? No tenía intención de esperar para saberlo. Así que rauda, pero sin hacer ruido, fue la habitación. Abrió un poco la puerta y sí, estaba dormida. A su lado Guille emitía su característico sonido al respirar de forma rápida y suave. Entró y fue acercándose poco a poco. Vio el cuello de Petra y sintió una necesidad tremenda de clavar ahí el cuchillo. Pero justo cuando levantó el arma escuchó el sonido que producían las llaves al introducirlas en la cerradura. Asustada, salió rápidamente a su habitación y se metió en la cama dejando oculta el arma bajo la almohada.
Sus padres entraron hablando en susurros. Ella lo hacía rápido y de forma entrecortada. Él con una voz ronca. Y en los dos era a consecuencia del alcohol. En más, podía notar sus pasos titubeantes mientras avanzaban por el pasillo hasta llegar a la entrada del cuarto. Con el rabillo del ojo notó que frenaban antes de entrar con tal de observar la estancia. De repente, fueron acercándose a las camas de los niños y comprobaron que estaban bien. "Mañana hablaremos con ella", comentó su progenitor en voz baja. "Sí, hay que hacerla entrar en razón", dijo la otra de la misma forma mientras acariciaba la frente de Mafalda. Parecía que no percibieran que estaba despierta. Acto seguido, salieron del lugar y fueron donde Guille. Les imaginó repitiendo la escena, pero esta vez con su hermano. Al final, escuchó cómo entraban en lo que llamaban sus "aposentos". Y que dejaban la puerta abierta.
Con paciencia, esperó. Haría lo que tenía planeado en cuanto se durmieran. Pero en lugar de ello, a los cinco minutos, le pareció notar el ruido del colchón. La rabia volvió a arder en su fuero interno. Ya estaban divirtiéndose con aquel juego endiablado que sólo los mayores comprendían. Ese mismo en el que parecían pelearse mientras estaban desnudos. Así que, con toda la cólera que sentía, decidió que no podía esperar más. Se levantó y fue hacia el cuarto. Sí, habían olvidado cerrarlo. Estaba entreabierto. Y lo que pudo discernir en medio de la oscuridad le produjo unas nauseas tremendas. Su padre agarraba a su madre de la cintura mientras la golpeaba ahí con su cadera mediante una velocidad endiablada. Ella, de cuclillas como estaba sobre la cama, tenía los brazos extendidos a la par que emitía unos gemidos atroces que trataba de disimular poniendo la boca en la almohada.
Optó por dejarles. Que hicieran lo que estuvieran haciendo. Ya arreglarían cuentas después. Fue en busca de Petra con el cuchillo en mano. Al llegar, giró el pomo con cautela. Abrió aún más despacio y aguardó un poco hasta el momento en que su mirar lograra acostumbrarse a la oscuridad. Paulatinamente, pudo discernir el subir y bajar de su pecho mientras respiraba. Fue acercándose hasta alcanzar la altura de la cabecera. Entonces, le recolocó suavemente el pelo de la frente haciendo que tuviera la forma que deseaba. Ni se inmutó. "Cerda", le susurró al oído después de agacharse. Sólo emitió un leve gemido. Fue como si le hubiera sorprendido, pero acto seguido se relajó. Fue en ese momento en el que Mafalda levantó el brazo y, tras bajarlo, le asestó la primera puñalada en el estómago. A esta le siguieron otras dos mientras la joven gritaba de dolor. "¡Cállate, puta!", soltó a viva voz. La siguiente iría dirigida a su garganta. Tras retirar el cuchillo le provocó un corte de lado a lado hundiendo la mitad del filo.
Entonces, recibió tal golpe que fue a parar a la otra esquina de la habitación. "¡¿Qué has hecho? ¿Qué has hecho?!", escuchó. Era el padre. La desgarrada voz se mezclaba con los gritos de su madre y los lloros de Guille suplicando ayuda. La cama estaba completamente manchada de sangre y Petra, tratando de respirar, yacía con la mirada perdida sin comprender qué había pasado. "¡Llama a una ambulancia¡ ¡Joder! ¡Llama a una ambulancia!". La mujer no reaccionaba ante los reclamos de su marido. "¡Ven aquí! !Hay que tratar de parar la herida!". Tras decir esto, agarró a la niña y fue arrastrándola por todo el pasillo. Allí había un armario empotrado. La metió en él y cerró con llave. Pudo oír que llamaba por teléfono. "¿Oiga? ¿112? ¡Manden una ambulancia! ¡Rápido!!". Mafalda, satisfecha por lo sucedido (y con una sonrisa de oreja a oreja), empezó a disfrutar de la oscuridad del rincón como nunca antes lo había hecho. Estaba en paz. Estaba tranquila. Había encontrado la felicidad.
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