Las figuras de arcilla que recibían vida
07/VII/2019
Tenía un pequeño montón de arcilla sobre la mesa. La miró y palpó. Estaba caliente y suave. Se deslizaba entre sus dedos mientras el agua iba saliendo despacio cuando la apretaba poco a poco, sin fuerza y con temeridad, ante la posibilidad de no poder moldear aquella masa.
Parte de ella la sacó de su cerebro, la otra de su corazón. La mezcló suavemente y le hecho un poco de agua. Ahora podría crear algo. Primero moldeó un pájaro. Lo hizo muy despacio y se percató de que le había sobrado material para hacer otra figura.
La miró. La sopló muy despacio y la figura empezó a moverse. Se desperezó. Se agitó y miró a su alrededor. Saltó una vez, otra y a la tercera consiguió volar. Dió un par de vueltas por la habitación y salió por la ventana que estaba abierta al son de la libertad que le llamaba.
Observó al pájaro que se marchaba y sonrió. Su volar era fluido y alegre. Le esperaba esa libertad que ansiaba y había salido a buscar. Volvió su mirada sobre la mesa y el material que había en ella. Volcó su atención sobre ella y se puso manos a la obra. La trabajó con el mismo cariño que la vez anterior.
Le fue dando forma paso a paso mientras sus dedos iban trabajándola hasta conseguir crear una ardilla. La ardilla movió su cabeza para despertarse. Estiró todo su cuerpo y empezó a saltar. Primero por la mesa, luego sobre los muebles del lugar y, finalmente, fue a la esquina de la ventana y saltar a una de las ramas del árbol que había allí. A ella también le esperaba la libertad.
Miró por la ventana. El viento movía las ramas del árbol. Había perdido de vista al pájaro y a la ardilla. Le pareció verlas por un momento, pero podrían ser otros. Los había visto tan felices...
Contempló el Sol. Estaba siendo tapado parcialmente por las nubes en aquel atardecer que estaba siendo tan fresco. Se dió la vuelta y contempló lo que quedaba de arcilla. Se levantó y se sirvió un vaso de agua en el fregadero. La bebió despacio, refrescándose mientras calmaba la sed. Se volvió a sentar en la mesa.
Todavía le quedaba arcilla. Con mucha suavidad comenzó a darle otra vez forma, pero esta vez con mayor mesura. Quedaba poco material.
Sus dedos fueron trabajando despacio hasta conseguir crear un árbol pequeño. Se trataba de un cerezo que estaba dando sus primeros frutos. Con mucha delicadeza lo sacó de la casa y lo plantó. Lo regó y contempló la forma en la que crecía. En media hora se levantó hasta los dos metros. Recogió sus primeros frutos y se sorprendió de la belleza en su florecer.
Volvió a casa y dejó los frutos en la ventana. Los pájaros y las ardillas de la zona fueron a recogerlos y así poder alimentarse. Y él, mirando lo que quedaba de la arcilla, descubrió que se diferenciaban las partes del corazón y cerebro.
Las dividió y la parte del corazón la puso en el cerebro, la de este en el corazón. Volvió su mirat al anochecer que avanzaba. Nunca había visto uno igual.
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