La historia del porro que se fumó sin darle importancia
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El ambiente todavía estaba cargado. Aquella pequeña sala de estar estaba impregnada con el aroma del hachís al calentarse. Al mezclarse con el tabaco. El porro, largo y ancho según iba avanzando hasta su extremo, parecía presidir la pequeña mesita que allí había. Estaba pensando si empezarlo o dejarlo para después de la ducha. Todavía recordaba el dolor que sintió aquella vez que resbaló con la superficie húmeda tras fumarse uno. Un brazo roto fue el resultado más notable. Desde entonces, usaba antideslizantes en ella. Pero no había vuelto a "calzarse" uno entero antes de meterse bajo el agua.
Aún así, y sintiendo el suplicio que recorrió todo su cuerpo durante casi un mes, le dio fuego. Aquella primera calada, dulce y gruesa, llenó sus pulmones. Dejó el contenido durante un rato y lo exhaló despacio. Formó una barrera espesa con el humo que fue llenado poco a poco el lugar. Y dio un trago a la infusión de té caliente que se había preparado. Quitó el tabaco que se le había quedado en los labios y lo dejó en el cenicero. Se recostó en el sofá. Miró el techo y volvió hacia él. Otra calada más. Ingirió su contenido y al mismo tiempo le dio otra. Volvió a aspirar su contenido. Esta vez lo maceró más tiempo en sus pulmones y decidió que se apagara lentamente. Tras soltar aquella humareda que parecía propia del horno de una fabrica de plena Revolución Industrial fue al baño.
Se miró al espejo. Sus ojos ya estaban rojos. Cogió la taza con el té que le había acompañado y bebió de trago el contenido restante. Salió del baño con tal de dejarla en el fregadero y volvió. Cogió la pasta de dientes y el cepillo. Volcó un poco de la primera en el segundo y se los cepilló no sin antes echarle un poco de agua. Cuando acabó, se enjuagó la boca y volvió a contemplarse en el reflejo. Las ojeras habían empezado a aparecer y comenzaba a sentirse en una nube. Pero sabía que no le iba a suponer ningún problema. Así que se desnudó y dejó la ropa en la cesta. Se miró por última vez en el espejo, esta vez su cuerpo entero, y abrió el agua caliente de la ducha.
Esperó un poco antes de que esta alcanzara la temperatura que deseaba. Entonces, se introdujo en el pequeño habitáculo acristalado y se colocó debajo del torrente que caía formando paulatinamente una condensación de vaho. No lo pudo evitar. En ese momento empezó a acrecentarse la excitación que sentía desde antes de meterse ahí. Despacio, fue acariciando sus testículos hasta empezar a notar cómo su pene iba sumergiéndose en una erección. Empezó a rozar su glande hasta que su miembro estuvo plenamente duro. Ahí empezó a friccionar con fuerza, cada vez más rápido, hasta correrse en medios de espasmos de placer. Fue corto, pero satisfactorio. Y se relajó.
Dejó que el agua corriera un poco más sobre su cuerpo y cerró el grifo. Cogió el bote de champú y vertió un poco sobre la esponja. Comenzó a enjabonarse la parte superior de su cuerpo. Al finalizar, aclaró la esponja, echó un poco más en ella e hizo lo mismo con sus extremidades inferiores. Luego pasó a sus partes nobles. El último paso fue lavarse la cabeza. Y desenjabonarse volviendo a abrir el agua mientras se quedaba un rato debajo de ella. Disfrutó de su caliente temperatura. Pero tenía que salir. Había gastado demasiada agua. Así que volvió a cerrarla y abrió la puerta corredera de la ducha después de dejar que el agua se escurriera sobre su piel. Salió y se colocó sobre la pequeña alfombrilla que tenía en el suelo. Agarró una toalla y se secó. Fue a su habitación completamente desnudo. Eligió unas calzoncillos y unos pantalones; se los puso.
Fue de nuevo a la sala de estar. Pero antes calentó otro té. Volvió a encender el porro y tras darle un par de caladas lo dejó en el cenicero. En la cocina le esperaba la bebida recién hecha. Agarró la taza y fue a la sala. Otra calada y agarró la libreta y el bolígrafo que tenía sobre la mesa. Volvió a su habitación y los guardó en la riñonera que solía llevar. Miró que en su interior estuviera la cartera. Lo estaba, y tenía dinero. También las llaves y los cascos inalámbricos. El móvil lo tenía al lado. Regresó a la sala. Quería darle otra calada. Después este se apagaría y fumaría el resto en la calle. Le quedaba la mitad. Los caramelos de menta. Se le habían olvidado. Cogió el paquete que estaba en la cocina y se llevó uno a la boca. El resto lo metió en la riñonera, junto a las demás cosas.
Se pasó el desodorante por los sobacos. Era de los de barra y le quedaba poco. Pero ya iría la semana que viene al super mercado. También se echó un poco de colonia sobre el cuello. Desde ahí, la extendió hacia el pecho. Se puso un niqui morado y, sobre este, una camisa negra. Los pantalones eran de ese mismo color, al igual que las playeras y la chaqueta que se pondría después. Agarró la riñonera y se la colocó sobre la cintura. Antes agarró las llaves y metió el móvil en el bolsillo derecho de los vaqueros. Abrió la puerta y bajó los cuatro pisos andando.
Al llegar al rellano del portal se tuvo que dar media vuelta. Se había dejado el lorelei y el mechero. Llamó al ascensor y, cuando este llegó, volvió a subir. Entró otra vez en casa y fue a la sala de estar. Ahí estaba lo que había venido a buscar. Se dirigió a la cocina y bebió un poco de agua. En esta ocasión bajaría en ascensor. Una vez en él, se llevó a la boca otro caramelo de menta. Al salir del portal vio que hacia un día despejado, pero con una temperatura agradable. Se puso las gafas de sol que llevaba en la chaqueta y lo encendió. Aquella calada le supo a gloria. Tenía 25 minutos andando hasta el lugar en el que había quedado.
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