LILITH
Ilustraciones Góticas (Facebook)
- ¿Me diréis ahora qué habéis venido a hacer aquí?
Su pregunta iba dirigida a aquellas tres figuras encapuchadas con tal de protegerse del Sol y llenas de arena del desierto. Se quitaron las telas y se acicalaron después de beber el agua que les fue ofrecida. Se miraron y guardaron silencio. Entonces habló el más alto de ellos, y lo hizo con un semblante serio que resaltaba el brillo de su piel morena y el contraste de sus ojos azules.
- Nuestro Padre te reclama. Está aguardando a que vayas a parlamentar con Él y regreses al lado de Adán. Su pena es enorme desde que te marchaste.
Lilith no daba crédito a lo que sus oídos acababan de escuchar. El rostro de Gabriel no se había inmutado mientras pronunciaba aquellas palabras. Pero una fina lágrima surcó su rostro. No sabía qué quería decir aquella muestra de sentimiento. No solía hacerlo, y las pocas veces que mostraba su estado de ánimo la gente solía malinterpretarlo. Ni siquiera ella, que lo tuvo de confidente durante tres años, lograba saberlo a pesar de que creía conocerlo profundamente.
- Estoy embarazada. - Dijo Lilith. - Y su padre es una persona que me respeta y me quiere. No me trata como si fuera una esclava, y mucho menos como una prostituta que le debe dar de comer y servirle en sus apetitos sexuales como hacia vuestro querido Adán. Y no estoy casada, pero es lo más parecido a ello.
Un silencio se produjo en la cabaña.
- Lo sabemos. - Dijo Gabriel. - Desde que te marchaste y llegaste a este lugar a orillas del Mar Rojo te hemos estado observando. Los espías del Padre son excelentes en su cometido. Y se te ve feliz. Pero la pena de Adán están matando al Padre. Por eso te pide que vuelvas. Promete que tanto tú como la futura criatura seréis tratados como si fuerais su propia hija y nieto. No te faltará de nada. Simplemente debes ir ante Él y parlamentar. Está detrás de esa colina.
La femenina figura de Lilith cruzó los brazos mientras su rizada melena rojiza se movía lentamente al son de la suave brisa que en esos momentos soplaba en el desierto. Les observó mientras bebían un poco más de agua. Gabriel, tal y como era su costumbre, permanecía mirando al vacío, pensativo. Las otras dos figuras no las conocía. Pero una marca en la túnica de uno ellos le hizo reconocer a Miguel, el Comandante del ejército del Padre.
- ¿Tú qué haces aquí? Sé quién eres, aunque nunca antes te había visto en persona. Tu presencia solo puede traer un mal presagio. ¿Dónde están mi marido y sus hermanos?
Hubo un silencio. Miguel asintió con un gesto de su cabeza afirmando lo que Lilith sospechaba. Una fuerte oleada de viento se adentró en la cabaña y derribó parte de los utensilios que estaban colgados.
Lilith los volvió a mirar fijamente. Si Miguel estaba ahí eso quería decir que tenían rodeado todo el valle. El Padre no se habría conformado con asentarse en aquel lugar y esperar su llegada. Había hecho una muestra de su poder movilizando a sus tropas para que las gentes del lugar supieran quién era Él.
El Padre... ¿qué habría sido capaz de hacer? Todavía retumbaba el eco de la destrucción de Sodoma y Gomorra por no someterse a sus directrices y a su figura. Dos años habían pasado desde aquello y seis meses desde que les llegaron noticias de la caída de la Torre de Babel por guardar secretos que podrían hacer tambalear su hegemonía.
- Están todos muertos.- Confesó Gabriel impertérrito.
Lilith permaneció inmóvil. No quería que notaran el dolor que sentía en su corazón. El estómago se le revolvía. A pesar de sentir que se iba a desmayar consiguió mantener la compostura. Apretó los puños y contuvo las ganas de llorar. Les observaba atentamente. Ninguno de los tres se movía. No mostraban sentimiento alguno por lo hecho.
La educación de sangre y fuego del Padre, libre toda ella de apego y sentimientos, les había cincelado a la perfección. ¿Cómo era que esos pensamientos se le pasaban por la cabeza en semejante situación? ¿Y Eva? ¿Qué sería ahora de la nueva mujer de Adán si ella volvía a sus pies? Las noticias se movían rápido en aquel mundo conectado por los mensajeros habidos en cada esquina. El otro debía ser Rafael, el coordinador de estos últimos y del que se decía que conocía cada una de las piedras habidas en el mundo.
Gabriel volvió a hablar mientras su mirada perdida se concentraba, tal vez, en el infinito.
- Tienes que venir con nosotros tres. De forma voluntaria. Estás sola. No te queda más remedio. No hace falta que recojas tus cosas. No te faltará de nada. Viajarás en el Carruaje Real y parlamentarás con el Padre. Él es comprensivo y te escuchará. Es sabio. No te faltará de nada. Ni a ti ni a tu hijo. Será educado como un miembro de la Familia Real. No será sucesor al Trono. Pero no habrá diferencias con los hijos de Adán y Eva. Ella también está embarazada. Si es niño se llamará Caín. Tiene que serlo. Es necesario para la continuidad del legado. Además, es la voluntad de los Dioses y del propio Padre.
Lilith guardó silencio. Los volvió a mirar detenidamente. Tres hombres con cuerpos perfeccionados por años de educación guerrera. Cada cual con sus diferentes cometidos y todos ellos ostentaban el más alto rango en su campo. Gozaban de plena confianza ante el Padre. Eran los únicos que tenían permitido darle su propia opinión, aunque nunca lo hacían. Ni siquiera Adán podía permitirse ese lujo.
Por primera vez dejó que se notara su nerviosismo. Las lágrimas surcaron su moreno y pecoso rostro. Comenzó a caminar de una esquina a otra de la cabaña mientras se acariciaba la mandíbula y, de vez en cuando, hacía lo mismo con el lóbulo de su oreja derecha.
- ¿Y si me niego? - Preguntó.
Miguel se levantó al oír aquello y empuñó una espada que hasta ese momento había permanecido escondida, pero no la desenvainó. Rafael silbó.
Gabriel, mirando el suelo y dejando derramar otra lágrima, le dijo que estaba arrestada.
- Lo siento. - Comentó entonces en voz baja.
Mientras que por primera vez Lilith lloraba delante de aquellas tres figuras, seis soldados del Ejército Real del Padre entraron en la cabaña. Le amordazaron las manos con unas cuerdas y la dirigieron al Carruaje Real. Parecían tratarla con mimo, con dulzura. La subieron en él y dejaron correr lo barrotes de metal que la mantendrían encerrada hasta que llegara a su destino. Si no fuera por lo barrotes nadie diría que estaba presa.
Iniciaron la marcha. El recorrido se hizo cómodo. Tenía agua con la que combatir el calor y frutas con los que alimentarse, además de queso, leche, miel y pan. Semejante comodidad no parecía propia de una persona presa, a no ser que ostentara el más alto nivel social o que trataran de agasajarla mostrándole las comodidades que podría encontrar en el futuro. Pero también se decía que el Padre no miraba esas cosas. Y que no decidía qué hacer hasta parlamentar con sus presos. Era algo meramente protocolario.
Cuando el Carruaje Real llegó a su destino despertó. Se había quedado dormida durante las tres horas y media del trayecto. No lloró, pero el cansancio y el dolor hicieron mella. Cuando abrieron los barrotes y los telones que los cubrían estaba en el interior de una enorme cabaña. Al fondo estaba el Padre sentado en su sillón, y para llegar hasta Él tenía que atravesarse una alfombra de 10 metros de longitud. Incluso entonces le sorprendió su marcada musculatura a pesar de sus años y el contraste de su espesa barba blanca con el verde de sus ojos, además de su morena piel.
- Algo me dice que me vas a decir que no hay nada de lo que hablar. - Dijo el Padre.
- Sí, hablar podemos hacerlo de muchas cosas, pero no volveré al lado de tu Hijo pese a las promesas de futuro que me has hecho. ¿Dónde está él, si puede saberse?
- Guardando el Reino y esperando la llegada de su primogénito.
- ¿Y no ha podido venir? ¿Sigue con su costumbre de cobijarse bajo tus faldas en caso de que tenga que dar la cara?
El padre meditó.
- Sí. Parece que es así y que deberé ostentar este título hasta que parta. Espero que para entonces haya comprendido y no le tenga que desterrar.
- ¿Cómo? - Preguntó Lilith al oír esas palabras.
El Padre suspiró.
- No es simplemente el trato que te diera mientras estabais casados. No sabes la vergüenza que me produce todo ello. Pero siempre ha tenido el corazón turbio y está contagiando esa enfermedad a Eva. Sus acciones están poniendo en peligro el futuro del Reino y el nacimiento de mi nieto.
- ¿Se puede saber qué me estás contando?
- No puedo decírtelo. Solo te voy a hacer una pregunta. ¿Vendrás con nosotros a mi Reino y te quedarás en Palacio?
- ¡Sabes que no!
El Padre lloró.
- Lo siento desde lo más profundo de mi corazón. Nunca te vi como nuera, te vi como persona.
Lilith palideció al oír aquella confesión. ¿Cuánta distancia habría entre el Padre persona y su figura institucional?
- Sigues casada con mi Hijo. Vas a tener un hijo fuera del matrimonio. Sabes lo que marcan nuestras costumbres en estos casos.
- Sí, lo sé. Asumo el castigo que provienen desde unas leyes hipócritas que permiten que Adán se acostara con quien quisiera y me violara a su placer.
- Sí, eso es también verdad. Entiendo que decidieras dejarle y marcharte. Te tratarán con delicadeza... si eso es posible...
- ¡No necesito tu falsa compasión!
- A veces hay que hacer cosas que no deseamos con tal de salvaguardar el Reino... Pero en eso también tienes razón...
Al decir esto chasqueó los dedos de su mano derecha y cuatro Sacerdotes entraron en la estancia. Guiaron a la mujer hasta la parte posterior de esta. Allí había un pedestal de piedra que podría recordar a una cama. Cortaron las cuerdas de sus manos y, delicadamente, la hicieron tumbarse en ella. Volvieron a amordazar sus manos. Esta vez con tiras de cuero. Hicieron lo mismo con sus pies. Antes de ello desgarraron suavemente su traje. Su cuerpo desnudo se quemaba bajo el Sol que daba directamente a aquel lugar. Este le cegaba.
Acariciaron su frente suavemente con un velo que le quitó el sudor. Unas finas cuchillas de bronce cercenaron sus pechos. Apenas sintió el corte de las cuchillas, el dolor apareció de golpe tras ser amputados y fue aumentando progresivamente. La sangre caía en unos surcos que llegaban a dos cálices que se llenaron con ella. Se la hicieron beber.
- Así recuperarás fuerzas. - Le dijo uno de los Sacerdotes. ¿Por qué se lo decían? Sabía de sobra su significado. Lo había visto en demasiadas ocasiones.
Aquella voz...
El siguiente paso fue cortarle el pelo. Raparon su cabeza y arrojaron su rojo cabello en un pira en la que fue quemado. Esto únicamente lo hacían con las mujeres pelirrojas. Ellas tenían poderes mágicos y podían hablar con los espíritus. Así evitaban un maldición que afectara a su futuro. "¿Magia? ¿Poderes? ¡Lo único parecido a eso que he presenciado en mi vida es sentir que crece esta vida en mi interior y me la váis a arrebatar!".
Esto último lo pensó. Gritó en su interior, pero no fue escuchada. Poco antes le habían cortado la lengua con las mismas cuchillas que le habían arrancado los pechos. Así no podría comunicarse con nadie, y mucho menos con el Mundo Espiritual. ¿Pero no podría hacerlo con su mente? Eso también era imposible. Ese gesto le impedía comunicarse con los Entes que hubiera cerca. Y por si fuera poco, el último paso de aquel ritual haría que los Espíritus se alejaran definitivamente de ella. Si es que existían.
La cuchilla recorrió su pecho desde su garganta hasta llegar a su sexo. La marca que dejó era blanca. Dejaba ver la grasa que su dermis guardaba y fue adquiriendo un color carmesí a medida que la sangre florecía y pintaba la parte superior de su cuerpo. El Sacerdote que llevaba a cabo aquella acción le miró fijamente a los ojos. Estaban húmedos. En su dolor Lilith pudo advertir que parecía sufrir. "¿Esta es la delicadeza de la que hablaba el Padre?", pensó.
Aquellos ojos...
Después hizo la misma maniobra desde la base de su pie izquierdo hasta llegar a su sexo. Lo repitió en su pierna derecha. Lo que la identificaba como mujer seguía intacto. De él exhalaba una extraña mezcla cuyo aroma recordaba al orín y a los líquidos que de él manaban cuando estaba excitada en compañía de su marido o en los mementos en los que se encontraba a solas.
¡Su marido! ¿Qué habían hecho con su cuerpo y el de sus hermanos? ¿Habían sufrido o les habían concedido una muerte digna por la condición de ella? En aquel instante lloró por primera vez desde que estaba allí tendida, y no era por ella ni por su hijo.
Su hijo. Todavía no había nacido y el Sacerdote se disponía a quitarle la vida. Sabía la parte que ahora correspondía en aquel ritual. Aquel hombre se puso una nueva cuchilla en el dedo corazón de su mano derecha. Con ella acarició los labios de su sexo destrozándolos. Notaba la manera en que la sangre manaba de ellos e inundaba de calor esa parte de su cuerpo. Gritó, gritó con tanta fuerza que el Sacerdote se asustó y le clavó la cuchilla, justo en el lado derecho del orificio de su vagina. En ese instante no gritó. Notó que atravesaba su piel, pero no sintió dolor alguno.
Dulcemente le sanaron aquella última herida. Una punzada de la cual fue cortada la hemorragia que desde ella se derramaba. Acto seguido, con un movimiento rápido y meticuloso le cercenó el clítoris. Se desmayó. Cuando recuperó el conocimiento ladearon su cabeza y pudo observar que ese instrumento de diabólico placer era vertido en otra pira llameante y se consumía mientras los cuatro Sacerdotes entonaban un cántico que no había escuchado antes.
Estaban de espaldas. Cuando se volvieron y dirigieron a ella uno se puso detrás de su testa. Dos a sus costados. Y el último, el que tenía la larga cuchilla en forma de uña, se la introdujo desgarrando de forma dulce y compasiva los tejidos de su interior. Sabía que las cometidas que llevaba a cabo, cual pene penetrándola en pleno acto carnal y de pasión, no solo servían a la hora de destrozarla por dentro. Con esa acción estaban sacrificando a su hijo no nato.
Cuando el Sacerdote finalizó estaba prácticamente desangrada. Tenía frío y no sentía nada. Ni siquiera un simple hormigueo en alguna parte de su cuerpo ya moribundo. Vio que cogían un cuchillo de grandes dimensiones y se lo clavaban justo debajo de su esternón. La abrieron de arriba abajo. Dejaron ver su útero. El Sacerdote introdujo sus manos y saco el desfigurado cuerpo de su hijo.
Le cortaron el cordón umbilical. Estaba muerto. Lo asearon cual niño sano y recién nacido se tratara. Le envolvieron en unas mantas y le bautizaron. Ellos mismos le pusieron el nombre y no se lo dijeron. No tenía que saberlo. El motivo de esto era, de nuevo, su cabello de color rojizo. Los poderes que tenían esas mujeres podían invocarlos desde el Más Allá y crear las peores plagas jamás imaginadas. Se lo pusieron sobre su regazo con tal de que pudiera despedirse de él. Lloró. Lloró mares de dolor, de pena, de alegría que se iba marchitando a cada instante que pasaba, si es que en aquellos momentos podía sentir semejante sensación.
- ¡Azrael! - Grito con fuerza. - ¡Azrael! ¡Azrael! ¡Su nombre es Azrael! ¡Azrael! ¿Por qué no quieres tomar pecho? ¿Por qué no respondes a mis llamadas? ¿Qué te han hecho? ¡Ibas a ser la esperanza de tu familia, de tu pueblo! ¿Qué te han hecho? Si supieras lo orgullosos que están de ti tus padres y tus tíos... ¡Azrael! ¿Por qué no me respondes?
Los Sacerdotes la observaban. Parecían llorar. Se acercaron a ella y fueron a recoger al niño que no respondía al nombre que ellos no le habían otorgado.
- Ahora debéis descansar. Los dos. Él niño irá a su cuna, esa que ves aquí al lado. Debe dormir. Y tú también. Tenéis que reponer fuerzas.
Era Adán... Siempre fue Adán...
Lilith se fue quedando dormida. Comenzó a soñar. Y lo hizo con una playa a la vera del bosque en la que tenía su hogar. Azrael tenía cinco años. Corría de un lugar a otro mientras jugaba a escaparse de uno de sus tíos. Su padre se reía mientras observaba la escena. Y ella les llamaba porque su abuelo había terminado de preparar la comida bajo las atentas indicaciones de su abuela... Despertó. Y se volvió a dormir. Algunas voces comenzaron a narrar su leyenda. Pero no era tal y como ella la había vivido.
Comentarios
Publicar un comentario