La cabaña y la crisis del escritor
Volvió a quemar sus escritos. Eran bosquejos, simples esquemas de lo que debería ser su tercera novela. Pero en los 15 días que llevaba aislado del mundo en aquella cabaña ya había hecho que ardieran hasta seis de esos bocetos. No lograba unir las ideas que le venían a la cabeza. Era una especie de puzzle del cual no alcanzaba a pegar cada una de sus piezas. Y no era porque no las tuviera en mente; era incapaz de darles forma.
Miró embelesado el fuego que bailaba con fuerza en la pequeña chimenea. "Esto debe de ser una especie de mutación de la crisis del escritor", pensó. Ello se debía a que era capaz de escribir textos de una manera fluida. Pero no tenían consistencia. No tenían cuerpo. "No llevan a ninguna parte. Por lo menos me sirven con tal de entrar en calor", se dijo. Le resultaba curioso; cumplían perfectamente las funciones de una yesca.
Había anochecido y fue a contemplar el paisaje nocturno del bosque. Lo hizo desde una ventana. A pesar de lo fría que era aquella noche de otoño el cielo estaba completamente despejado. La luz del Sol que reflejaba la Luna permitía contemplar el paisaje de una forma bastante nítida. Aunque le sobresaltaran las fantasmagóricas sombras que se producían. Y estas podían llegar a ser verdaderamente terroríficas.
Comenzó a fijarse en una que parecía observarle desde la base de un árbol. Incluso creyó ver sus ojos y una extraña sonrisa que resultaba amenazante. Pero no le dio importancia a pesar del susto inicial. Así que después de reponerse de aquella extraña sensación decidió prepararse un chocolate caliente. Le sentaría bien a su entumecido cuerpo. Tras servirlo en una vieja taza de cerámica encendió un cigarrillo. Se volvió a dirigir a la ventana con la certeza de que la inspiración se reordenaría pasados unos minutos.
Dirigió nuevamente la mirada al árbol aquel. Le pareció que la sombra había avanzado unos metros. "Qué efecto más extraño está produciendo el movimiento de la Luna", se dijo. Ahora percibió lo que parecía el cuerpo de una mujer delgada. Su pelo largo le cubría el rostro dejando ver sus brillantes ojos. Las manos parecían tener unas largas uñas. Después de esforzarse un poco, tenía la sensación de que iba ataviada con un simple camisón blanco. Este debía estar raído y lleno de suciedad. Se asustó. "¡Esto no puede ser!", dijo en voz baja. Por un momento percibió un olor a madera putrefacta procedente de la sombra.
Se retiró al interior de la cabaña. A su salón. Y se sentó en el viejo sillón que había enfrente del fuego. Estaba nervioso, asustado. Empezó a sentir un sudor frío mientras unos calambres recorrían sus manos para después entumecerse. Las acercó al fuego. No paraban de temblar en un incesante baile. Cuando se calmó y recuperó el calor encendió un cigarrillo. Sabía que no debería hacerlo, pero necesitaba mantener la calma. Armándose de valor, y recordándose que simplemente era una sombra, se dirigió nuevamente a la ventana.
No daba crédito a lo que veía. Aquella sombra estaba a menos de 10 metros de distancia. Seguía sonriendo. Pero ahora descubrió que sus dientes eran puntiagudos y que alrededor de sus labios había sangre. Y esta manchaba su vestido. Y se movía. Caminaba lentamente como si la gravedad no le afectase. No es que flotara, sino que lo hacía de una forma ligera más parecida a la de un felino que a la de un ser humano. ¿Qué era aquello? Sonrió entonces de par en par dejando ver más detenidamente sus dientes. Estos brillaban a la luz de la Luna. Cualquiera diría que uno se podría reflejar en ellos. Y contrastaban de forma atroz con la caótica apariencia que presentaba.
Se retiró de la ventana. Sabía que aquella cosa se estaba dirigiendo a la cabaña. Súbitamente, el fuego de la chimenea se apagó y la estancia se fue haciendo cada vez más fria. El baho comenzó a aparecer según exhalaba. Y empezó a tiritar. Rápidamente agarró la chaqueta de invierno que tenía en la puerta de la entrada. Se la puso. Pero no consiguió entrar en calor. Y un sonido estridente hizo acto de presencia en el silencio que hasta un momento antes inundaba todo. Provenía de la vieja y pesada puerta. Se estaba abriendo.
Poco a poco fue asomando una melena oscura hasta que apareció por completo la cabeza. Le miraban unos ojos brillantes rodeados de unas oscuras ojeras que iban acompañados de la tenebrosa sonrisa que había podido vislumbrar antes. Una mano se introdujo en la estancia. Estaba llena de barro y sus largas uñas parecían tintadas en betún. Lentamente, fue introduciéndose el cuerpo y pudo distinguir a la perfección el raido y viejo camisón. Cuando todo su busto estuvo dentro cerró la entrada. Mirándole fijamente emitió un sonido estridente que parecía risa mezclada con el maullar de un gato. Levantó los brazos hacia él como pretendiendo darle la bienvenida con un abrazo. Mientras se acercaba apreció lo insalubre de su aliento. Presa del pánico, dio un paso hacia atrás y se tropezó. Se golpeó la cabeza contra la pared de la chimenea. Lentamente, fue sintiendo la forma en la que perdía el conocimiento.
...
Cuando despertó estaba tumbado en la cama. Le dolía la cabeza e instintivamente se llevó la mano derecha a ella. Tardó un poco en recordar lo que había pasado. Pero, por extraño que pareciera, no tenía ningún chichón ni una herida del golpe. Entonces distinguió una figura masculina. Le costó reconocerla, pero se llevó una gran impresión cuando lo hizo. Era el médico local que se encargaba de atender a las gentes de la zona.
- Has estado con fiebre cinco días. El lechero te encontró tirado sobre la mesa de tu escritorio. Al ver que no respondías me llamó. Cuando llegué te había metido en la cama. Te hemos estado medicando por vía intravenosa. Estate tranquilo. Lo peor ya ha pasado. Debes recuperar fuerzas. Come. Tienes caldo de pollo y tortilla francesa. Pero hazlo despacio.
¿Todo aquello había sido producto de sus alucinaciones? No podía creerlo. Le había parecido todo tan real. Intentó levantarse de la cama. Le costó un poco, pero lo hizo. La cabeza le daba vueltas después de estar tanto tiempo enfermo y tumbado. En la mesa de la cocina estaban los platos que le comentó.
- Tienes todo tal y como lo dejaste. Espero que después de esto, por lo menos, tu novela sea un éxito.
Estaba pensativo. No sabía qué contestarle. No podía decirle que había quemado todo lo que había escrito hasta entonces. De todas formas, se dirigió al escritorio. Quería recuperar las sensaciones y ponerse al lío en cuanto fuera posible. "Veo tus intenciones; deberás descansar durante dos días", le comentó el galeno.
Aún así, miró lo que había sobre su escritorio. No daba crédito a aquello. Toda la historia, todo aquel momento estaba allí. No estaba sólo en su memoria. Los papeles relataban aquel momento con una letra temblorosa. En sus delirios había plasmado ese instante. Tendría que arreglarlo, estaba seguro de ello. Y también debería encontrar un final. Pero antes de nada debía volver a leerlo. Estaba fascinado por lo que su estado febril le había empujado a relatar. ¿Le encontraron tumbado en el escritorio? "Caerías exhausto por todo el esfuerzo", le dijo el facultativo tras preguntarle si aquello era posible.
- Vaya, parece que El Ratoncito Pérez ha pasado por aquí.
- O la figura de la Dama que visita a los solitarios por las noches.
- ¿Cómo? ¿Me la puedes contar?
- Lo primero que debes saber es que fue víctima de su amante cuando iban a pasar un fin de semana juntos.
"Y se abalanzaba sobre mí con los brazos extendidos como si me estuviera dando la bienvenida", pensó...
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