Cuando la Luna vio un columpio



Cuenta una vieja historia que hubo un día en que a la Luna le dio por bajar a la Tierra. Lo hizo sin intención alguna; sólo quería dar una vuelta. Así que comenzó a andar en cuanto llegó a ella. Lo hizo a través de un bosque cuyas raíces parecían sujetar el planeta. Sus ramas abrazaban todos los rincones y la sombra que estos emanaban servían de refugio ante cualquier inclemencia climática.

En estas, llegó a la base de uno que parecía ser el más viejo del lugar. Incluso, su tamaño hacía empequeñecer a los otros a pesar de sus enormes proporciones. De él colgaba un pequeño columpio que contrastaba con el colorido tono nocturno que respiraba en aquellos momentos. Tal vez recordando los tiempos de su niñez, quizás queriendo volver a sentir aquellas lejanas sensaciones, decidió subirse a él.

Y comenzó a balancearse. Lo hizo una y otra vez sin preocuparle lo que hubiera alrededor o lo que que pudieran pensar los que la vieran. Reía, gritaba y cantaba. Hacía mucho tiempo que no sentía semejante libertad. Y todo provenía de un pequeño artefacto que disponía de dos cuerdas y un trozo de madera que servía de asiento. Se alzaba en el aire lo más alto que podía volviendo a regresar al punto de origen con tal de empezar de nuevo.

Estuvo tanto rato que olvidó que el tiempo pasaba. Al final, cuando bajo de él, observó una flor que crecía bajo el cobijo de la figura del árbol. Esta era completamente roja. Nunca hasta entonces había observado un tono tan marcado. Pero lo que más le llamó la atención eran las gotas de rocío que en ella había. De repente, comprendió que estaba amaneciendo. Y que con un poco de suerte podría encontrarse con el Sol.

Miró a su alrededor. Y lo vio a lo lejos. Él todavía no había notado su presencia. Pero en cuanto lo hizo la saludó mediante un gesto distintivo. Parecía darle los buenos días en medio de la alegría que rezumaba al verla. Ella se lo devolvió. Y no pudieron disimular las sonrisas que surgían de sus rostros al verse desde la distancia. Caminaron juntos, pero separados. Uno lejos del otro, pero recorriendo la misma senda. Una senda que les unía, o separaba, en una tónica repetida durante miles de años.

Pero lo más curioso es que nunca habían hablado. Nunca habíanse dirigido palabra alguna. Aun así, parecían entenderse a la perfección. Se complementaban y podían descifrar el significado del más leve guiño que hiciera su contraparte. Porque, en el fondo, eso eran. Las dos caras de un todo que, sin llegar a comunicarse, comprendía a la perfección lo que sentía cada uno. Sus estados de ánimo, sus alegrías, sus rabias, sus miedos. Tal vez, quizás, algún día podrían caminar de la mano y comentar todo lo que tenían guardado.

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