Breve comentario sobre un viaje, una escultura y una película

 Amanecer y anochecer, dos aspectos de nuestro día a día que pueden llegar a tener innumerables conclusiones en sus metáforas. Incluso si no no damos cuenta

Cartel de "Un Historia Verdadera" (filmaffinity.com)

Todo comienza como suelen empezar los días ordinarios. Te levantas, te desperezas, fumas un cigarrillo y tomas un café mientras hojeas los titulares de los diferentes periódicos. Es lo que tiene esta época digital. Antes de ello realizas una llamada y reservas un par de plazas con la intención de ver una película. En los tiempos que corren parece que se ha vuelto necesario, ya que el aforo máximo permitido ahora mismo en la Comunidad Autónoma Vasca es del 75% en el caso de estos eventos. Por fortuna no hubo ningún impedimento a la hora de reservar las localidades.

Avanza la jornada y, entre una cosa y otra, llega la hora de comer. Antes de ello, por fortuna, se consigue dar por finalizado algunos asuntos y llegado el momento nos disponemos a lo antes mencionado. La radio suena de fondo. Las noticias son escuchadas mientras tanto y, al mismo tiempo, el móvil nos permite profundizar más en algún hecho reciente o que se haya alargado en el tiempo. Terminamos y nos aseamos. Nos vestimos, salimos por la puerta y nos ponemos la mascarilla antes de subir al tren y después de haber consumido otro cigarrillo.

Por delante tenemos un trayecto de 51 minutos de duración hasta llegar a la estación bilbaína de las Siete Calles. Salimos de ella y, tras dejar atrás la Iglesia de San Nicolás, comenzamos el trayecto del Paseo del Arenal hasta llegar al Puente del Ayuntamiento de la villa. Una vez allí pasamos a la margen izquierda de la ría, ya que estábamos en el lado opuesto del lugar que queríamos alcanzar. Caminando llegamos hasta el Puente de Zubi Zuri. A unos 200 metros de él estaba aquello que queríamos contemplar; la escultura que representa la cabeza de una joven.

Siguiendo el curso de la ría, a lo lejos, se puede contemplar parte del Museo Guggenheim. Detrás nuestro, subiendo unas escalinatas, está el Palacio de Ibaigane, la sede del Athletic Club de Bilbao. Y enfrente, si atravesamos el Zubi Zuri, y tras callejear un poco, no tiene mucha complicación, encontraríamos la entrada al Funicular que nos podría llevar hasta Artxanda. Si esa hubiera sido la situación podríamos haber disfrutado de las increíbles vistas que desde allí se tienen del botxo, además de unos espacios verdes magníficos donde el ocio hostelero está presente.


Pero ese no era el caso. Nuestra intención era poder conocer la obra del escultor mexicano Rubén Orozko. Y hasta llegar allí tuvimos el honor de poder escuchar el repicar de las campanas cuando marcaban las 16:15 de la tarde. Justo en el momento en que cruzábamos el paso de peatones que que da paso desde El Arenal hasta el Ayuntamiento, siempre por la acera izquierda. Después de atravesar el Puente bajamos unas pequeñas escalinatas que nos dejaron en ese lado del Paseo.

Hasta llegar a la zona en la que está ubicada Bihar (así es el título de la escultura, Mañana en euskera), el ciudadano corría o paseaba, ya fuera en solitario o en compañía. Una persona sin hogar dormitaba en unos de los bancos habidos allí. Aunque fueran escasos, había gente arremolinada en torno a ella. Una pareja de mujeres de unos 60 años, un trío de jóvenes que tendrían unos 25, gente en solitario, otros que venían y marchaban. Muchos se quedaban a observarla, sacarse fotografías o inmortalizarla mediante videos. Era una hora bastante tranquila para poder apreciarla.

La primera impresión que genera, o por lo menos lo fue en mi caso, es de ser algo frío y distante, además de inexpresivo. Pero a medida que uno se iba fijando más en los detalles trasmitía una sensación de paulatino ahogo. De hecho, el agua le llegaba, literalmente, hasta las orejas. En ese momento uno puede imaginarse el suplicio que sería estar ahí, maniatado, a merced de las subidas y bajadas de las mareas. Solo con la posibilidad de poder respirar sacando la cabeza hacia adelante. Un pequeño descuido y el desenlace podría ser fatal.

La obra de Rubén Orozko, "Bihar"

En ese aspecto, la idea de trasmitir la complicada situación de los jóvenes ha sido muy acertada por parte de Orozko. Su intención de reflejar ese hilo en el cual hacen equilibrios en función de las decisiones que se toman en lo que será su futuro es abrumadora. Se trata de un constante sentimiento de claustrofobia representado en ese subir y bajar de las mareas. Su futuro no depende de ellos, sino de las actuaciones que tomarán los mayores por cómo les afectarán. Es una constante incertidumbre que puede lastrar su porvenir incluso antes de que este comience.

Estudios, futuro laboral, climatología, pobreza,… las mareas son, al fin y al cabo, el modo en el que el mexicano ha conseguido reflejar todas esas variables que afectarán a su día de mañana partiendo desde el día de hoy. En unos momentos estarán más libres, más desahogados, en otros más con el agua al cuello, pero siempre atrapados por las decisiones tomadas por el mundo que les rodea. Todo ello dentro del marco de la Fundación BBK, la cual ha señalado que el proyecto seguirá este jueves 30, cuando se presente un cortometraje “Bihar: elegir el mañana”.




Rubén Orozko no es, en principio, un desconocido hacia el público en general. Suya fue la escultura que hace dos años también causó estupor por su realismo entre los bilbaínos y los que visitaron la localidad. En un banco de El Arenal ubicó otra escultura hiper realista que representaba la soledad a la que se enfrentan nuestros mayores. Para ello eligió de modelo a Mercedes Amann, una bilbaína que en aquel momento contaba con años 88 de edad. 60.000 personas mayores de 65 años vivían solas en Bizkaia en esos momentos. “Invisible Soledad” se tituló la obra.

Esta última también forma parte de los diferentes proyectos de la Fundación BBK. Fue inevitable que la cascada de pensamientos se entremezclaran cuando avanzamos por el Puente Zubi Zuri. Estos se iban apelotonando mientras las pisadas eran sobre su piso acolchado después de dejar atrás a alguien que pedía dinero mientras tomaba una cerveza en lata y algunas personas conversaban sobre el diseño de Fernando Calatrava. Sobre todo porque a su vera hay un parque infantil donde los niños disfrutaban y, poco después, en uno de los bancos del paseo, había una mujer mayor sentada contemplando la otra orilla de la ría.



En el camino hasta llegar otra vez al Arenal la gentes, de todas las edades, se mezclaban en una dirección y otra. Los pensamientos se centraban en esos dos aspectos; en el futuro que tendrán ellos, los adultos del día del mañana por las decisiones de los de hoy y si esa soledad será tan palpable en el futuro. Fue justo ahí, cuando andando y andando, volvimos a llegar hasta la Iglesia de San Nicolás. En frente de ella seguía un grupo de pensionistas conversando con periodistas. Aunque en un grupo más reducido, eran los mismos que estaban al salir de la estación de tren.

Algunos árboles del lugar están rodeados de una pequeña base que sirve de banco. Allí, mientras otro cigarrillo se consumía, la villa parecía circular totalmente ajena a lo que las aguas de su ría presentaban. El individuo estaba pendiente de sus quehaceres diarios o estaba relajándose. Después de apagarlo tomamos dirección a una pequeña tienda. Una botella de agua fresca sirvió para calmar la sed. Ya fuera, y degustando la bebida, la espera no se hizo larga hasta que llegó aquella persona con la que habíamos quedado. Eran ya las 17:00 de la tarde.

Un saludo entre dos viejos conocidos y comenzamos el camino. Resulta bastante curioso el observar las marcas del paso del tiempo en las personas, incluso aunque solo hubiera trascurrido una semana desde la última vez que estuvimos frente a frente. El recorrido discurrió pasando frente al Teatro Arriga, hasta la calle Bidebarrieta. De allí hasta la Fuente del Perro. Un sorbo de agua por parte de la compañía hasta llegar al Edificio de la Bolsa. Un local cercano fue el escogido con la intención de ponernos, como comúnmente se dice, al día.

Así, hasta que el reloj marcó las 18:10 más o menos, la conversación fue la protagonista hasta que llegó el instante en que partimos hacia el lugar donde se proyectaba la película. Atravesando las calles hasta llegar a la salida de Carnicería Vieja que da al Mercado de la Ribera llegamos al Puente de San Antón. Tras cruzarlo tiramos hacia Urazurrutia, lugar donde se encuentra la Fundación BilbaoArte. La película que teníamos intención de visionar estaba enmarcada dentro del ciclo dedicado al director David Lynch llamado “David Lynch: el soñador de pesadillas”.

El ciclo dio comienzo el 11 de agosto y en el se proyectan nueve largometrajes, además de cinco cortos del director estadounidense. Todos ellos en versión subtitulada. Su Art House Zinema será el encargado de ofrecerlas hasta el 11 de octubre. Pasados ya el ecuador del ciclo, la octava sesión correspondía a “Una historia verdadera”, de 1999. Basada en hechos reales, la historia se centra en la perspectiva que una persona anciana tiene sobre la vida después de lo todo acontecido en ella y cómo toma las decisiones teniendo en cuenta su experiencia y la sabiduría que esta le ha concedido.



Aunque con ciertas licencias en lo que es el contexto de su vida, la trama se centra en los compases finales de Alvin Straight (Richard Farnswoth), un anciano veterano de guerra que vive en Iowa con su hija Rose (Sissy Spacek). A pesar de los achaques que sufre, entre ellos pérdida de visión y problemas en la cadera que le impiden andar correctamente, parece disfrutar de la tranquila monotonía que lleva. La comodidad de su día a día se verá interrumpida cuando en una noche de tormenta le comunican que su hermano Lyle ha sufrido un infarto.

A pesar de estar enemistado con él desde hace años, Alvin decide ir a visitarle. Pero no sabe cómo. Carece de licencia de conducir y no se fía de las otras personas que conducen. Tras mucho pensarlo, decide ir en su cortadora de césped. Para ello prepara un remolque donde dispondrá la ropa de abrigo, comida, sillas y podrá descansar. A pesar de las reticencias por parte de Rose y el resto de sus amistades, finalmente comenzará un trayecto de más de 500 kilómetros que le llevará hasta la residencia de Lyle en Wisconsin.

Comenzará de esa manera una aventura que le servirá a la hora de reflexionar sobre su vida y su familia, todo lo que ha vivido hasta ese momento. Se encontrará, además, con infinidad de personas a las que servirá de consejero, les mostrará su particular filosofía de vida y entablará profundas amistades. Demostrará constantemente una actitud positiva frente a las adversidades y hará uso de la paciencia que otorga el paso de los años, lo cual, junto al viaje, le ha vuelto una persona reflexiva, atenta, educada y sumamente agradecida.

La historia está embellecida con unas suaves texturas que emanan desde el trabajo fotográfico que llevó a cabo el estadounidense Peter Deming. En ella se muestra la absoluta belleza de la zona. Mediante unos planos esponjosos, los paisajes son otro de los principales protagonistas de la obra, sobre todo cuando las inclemencias del tiempo resultan adversas. A esto hay que añadirle una excepcional banda sonora que corre a cargo del neoyorquino Angelo Badalementi y la compleja delicadeza con la que Lynch plasmó un guión escrito por él mismo y Barry Gifford.

El largometraje se trata de una oda a la amistad, a la familia y la paciencia ante las adversidades de la vida. En ella se muestra la capacidad del Ser Humano a la hora de superarse ante los problemas y la fuerza de los lazos afectivos que pueden surgir entre personas que se conocen de la noche a la mañana. Es muy necesario señalar la importancia que en ellas se dan a las estrellas y la fuerza que adquieren unas simples ramas, las cuales, al ir partiéndose poco a poco, y apilarse una sobre otra, no pueden llegar a quebrarse como un alegato de lo que supone la sangre familiar.

Su desenlace, el cual está cargado de esperanza y emotividad ante la incertidumbre que se crea antes de recrearse la escena final, logra dejar perplejo al espectador. Algo que sirve como alimento al alma cuando se comienza el trayecto de vuelta desde la misma estación de tren desde la cual nos adentramos en la localidad. Ese viaje, sumergido entre la lectura y la reflexión que la obra de Lych produce, estuvo precedido antes de otra pequeña caminata en la que las palabras entre dos individuos continuaron hasta el final, a pesar de un pequeño impasse después de dejar Somera.

Esta sencilla historia, la cual fue rodada de forma lineal y en los mismos sitios por los que el verdadero Alvin pasó a la hora de llevar a cabo su aventura, estuvo nominada a Mejor Película en el Festival de Cannes de 1999 y el propio Farnsworth lo fue como Mejor Actor en los Oscar de ese mismo año. El premio se lo adjudicó Kevin Spacy por “American Beauty”. Farnsworth también fue señalado a los Globos de Oro, al igual que Badalementi por la Banda Sonora. Sí obtendría en el 2000 la Medalla del Círculo de Escritores estatal a la Mejor Película.


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