LA TRAGEDIA DEL ALFARERO
Contemplaba el alfarero,
y de dejarlo no podía,
esa obra que durante años
estuvo dándole forma.
No podía dejarlo,
tampoco de preguntarse
si el podría ser un Dios...
o algo que se asemejase...
de una menor relevancia..
pero una posible deidad.
En aquel momento,
quizás muy súbitamente,
se sintió un milagro...
no había nada semejante;
nada más sacro que su obra,
ni más divino que su alma.
Contemplaba el alfarero...
su imagen... esa que debía
de ser de lo más perfecto
que había dado la existencia.
Pero así de ser no debía...
lo supremo debía de ser.
No podía ser una deidad
con aquel bajo estandarte.
Y así, sus esfuerzos,
y sus fuerzas,
se orientaron a ello.
Hubo sacrificios
de las almas
que se interpusieron.
Y poco a poco, día tras día,
una forma fue dándole
a la que sería la Deidad
que habría de ser la más grande.
Sin embargo,
no logró dar forma
a su anhelo.
Comprender no podía
el motivo
de aquella desdicha.
Quería ser Dios,
suplantarle.
Sería él mismo
ese óbice
que le frenó
en su crecer.
Y lo más curioso,
lo más sorprendente,
es que fue eclipsado
por todo ese querer.
Fue al llegar su ocaso
que hubo de comprender
aquel sinsentido
que le hizo enloquecer.
Toda su obra,
todo su trabajo,
aún guardaba
aquel grácil halo
del tiempo en comenzar
desde la inocencia.
Sin la inquina,
sin ninguna intención.
Recordaba
aquellos momentos
y la felicidad
se le volvió plena.
Y comprendió
que aquella búsqueda
de la quimera del querer,
ostentar un supremo ser,
era fatalidad
en lo fatuo
y grotesco
de la gran tragedia
que se transformó su viaje.
Y por ello,
estuvo en paz
observando
esas obras
que al principio
fueron creadas.
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