El coñac en la inspiración del escritor



Con el ordenador encendido, y reclinándose hacia atrás en la silla, aunó sus manos tras colocarlas en la parte posterior de la testa. Llevaba dos horas delante de él y la inspiración parecía haberle abandonado. Además, le dolía la cabeza de estar tanto tiempo frente a la pantalla. Pero alargó el brazo hacia el paquete de tabaco que tenía en la mesa. Cogió un cigarrillo, lo encendió y dio una profunda calada. También bebió un trago del coñac que solía tomarse con tal de que las ideas surgieran. "Quizás debiera cambiar de sistema; esto no fluye", pensó.

Llevaba más de 20 años usando el mismo método. Incluso estando en las oficinas de la redacción. Pero solía hacerlo cuando estaba sin compañía, cuando sus compañeros abandonaban el lugar. Fue un trato que hizo con su jefe. En las fechas que comenzó a escribir novelas ya estaba prohibido llevar a cabo semejantes prácticas. Así que, como no sabía si la chispa se presentaría, aprovechaba al máximo aquellos instantes.

Pero ahora estaba en casa. En el cuarto que tenía reservado para tales menesteres. Contempló las inmensas montañas de papeles que había en el lugar. Ahí estaban los bocetos de los libros que no llegaron a publicarse. Las notas de los que sí lo fueron. Apuntes sin pies ni cabeza que llegaron a buen puerto sin pretenderlo. Incluso algunos que parecían oro y quedaron en nada. "Debe de ser la maldición del escritor", caviló mientras daba otro trago a la bebida. "Tal vez debería cambiar de rutina y volver a las bibliotecas". Aunque lo desechó de inmediato. "Por ahora es mejor así".

De todas maneras, se levantó de la silla y fue a la ventana. La persiana estaba bajada. Pero sus rejillas entreabiertas permitían contemplar la calle sin ser descubierto. O eso pensaba. Quizás podrían discernir una pequeña sombra. Y con un poco de imaginación llegar a la conclusión de que alguien examinaba el exterior bajo la protección de su morada.

Levantó la mirada y la dirigió al firmamento. En él, pese a la contaminación lumínica que por la noche había en la ciudad, pudo notar el trajín de la nubes. Estas copaban toda la cúpula. Y tanto las estrellas como la Luna parecían no existir en aquella noche. Al bajar su mirar, notó la presencia de un hombre en la esquina. Iba acompañado de un perro que poseía un rostro de tener pocos amigos. Lo llevaba amarrado. De repente, otro varón paso a su lado. Comenzó a ladrarle. Incluso, le pareció que llegaba a morder de refilón la bandolera que portaba. Pero manteniendo la compostura intentó calmar al animal ante la cara de sorpresa de su dueño. Finalmente, el asunto quedó como si nada y siguió andando.

"Vaya, la de cosas que uno puede ver desde aquí", meditó. Poco después, aquel varón y su mascota también abandonarían el lugar. Fue entonces que decidió ir a la cocina. Le acompañaba su vaso con coñac. Una vez allí abrió uno de los armarios y sacó una caja de bombones. Eran de licor. Llevó uno a la boca y lo dejó derretirse hasta degustar el alcohol. Después, dio un pequeño sorbo a la bebida y encendió otro cigarrillo tras sacarlo del paquete que tenía en el bolsillo de la camisa. Le extrañó. Por normal general, lo solía dejar en la mesa y volvía raudo al escritorio a por él.

Pero tenía que regresar a su "oficina particular". De esa forma llamaba al cuarto. Debía empezar a escribir cuanto antes. Le estaban reclamando su nueva obra e iba con retraso. Y estaba en blanco. Incluso se le pasó por la cabeza llamar con tal de que le hicieran una prórroga en el plazo. Pero no era el momento adecuado, así que esperaría hasta el día siguiente. Lo haría a primera hora.

Tendría que sacarse algo de la chistera. Y tenía la sensación de que sería una mierda. Cada vez que forzaba la máquina parecía que esta se gripaba. No sería la primera vez que por ello le crucificaran los críticos literarios y sus seguidores. En su día, llegó a publicar un tratado sobre ello. Siendo un éxito rotundo en el ámbito académico, fue bien acogido entre el público. Parecían comprender las circunstancias. "No soy el primero que lo hace, ni el último que lo hará", dijo en más de una ocasión en las múltiples entrevistas que le hicieron a raíz de ello.

Entonces, se le ocurrió algo. Aunque más bien fue un arrebato. Podía ir al garito de la esquina y tomarse algo. Cuando hacía aquello las ideas solían aclarársele. Aunque tenía un lado negativo: el esperar al mediodía de la jornada siguiente con tal de plasmar sus ideas. Por ello, solía llevar una pequeña agenda en la que apuntaba aquello que le venía a la mente mientras daba el "coñazo" a los camareros o a cualquiera que le quisiera escuchar. Aunque su oído siempre estaba disponible hacia los que desearan relatar algo.

Sus dos primeros libros fueron fruto de ello. Pero había otro problema. Cuando se percataban de que era el famoso escritor que reflejaba sus veladas se alejaban de él. No tenían intención de aparecer en sus trabajos. En consecuencia, solía acabar completamente marginado mientras bebía y conversaba esporádicamente con el barman. "Gajes de oficio y del éxito". Solía auto compadecerse de esa forma. Así que, visto lo visto, tomó la decisión de salir aunque su hígado y riñones le reclamaran al día siguiente. O unas horas después.

Tendría que recurrir a su fuerza de voluntad con tal de llamar a su editor, pero este ya estaba acostumbrado a escuchar su voz desgastada por los efectos de la noche. Cuando así la percibía ya sabía lo que pasaba. Por lo tanto, fue al baño. Se lavó los dientes y vertió sobre su cuerpo un poco de colonia. Una cosa era acudir al bar rozando la embriaguez y otra ir oliendo a tabaco mezclado con el ambiente de su casa. Aunque esto se disipaba rápido, pues solía fumarse un cigarro antes de entrar en el local. Tras esto, miró por última vez la calle desde la ventana del cuarto.

Notó que una persona se acercaba. Podía oír sus lentas pisadas. El silencio que en aquella noche había era un perfecto conductor de ello. Poco después, percibió más de estas. Y parecían ser de varias personas. Cuatro en concreto. Los veía acercarse desde la distancia cuando iban en dirección contraria. Apreció que el primero al que vio frenaba en seco. Se quedó completamente parado. Los otros aceleraron el paso hacia él. De repente, y cuando llegaron a su altura, le rodearon. Tras unas pocas palabras que no alcanzó a descifrar le dieron un empujón y cayó al suelo. Una vez ahí, comenzaron a golpearle. Las patadas se sucedían una detrás de otra mientras los gritos de dolor inundaban el lugar. Súbitamente, estos cesaron. Pero los golpes prosiguieron.

Salió corriendo de casa. Cerró la puerta con fuerza y bajó los cuatro pisos con una velocidad endiablada. Casi se cae por estas al atravesar las del primer piso antes de llegar al rellano que daba al portal. Al salir a la calle, fue directo hacia el lugar en el que estaba aquel individuo. Al llegar lo encontró inconsciente tirado en el suelo. Respiraba con dificultad y tenía el rostro empapado en sangre. Se abalanzó hacia él y le puso la cabeza sobre sus piernas. A continuación, llamó a emergencias. "En cinco minutos estaremos ahí", le dijeron. Aquella persona gemía del dolor. Pareció recobrar el sentir y sólo alcanzó a expresar que él no había hecho nada, que no sabía de qué le estaban hablando. Deliraba.

En esas, le pareció escuchar unos susurros acompañados del rozar de la ropa y el repicar del calzado contra el piso. Se alegró. No era el único que había sido testigo de aquello. Tal vez le pudieran ayudar con el herido. "¿Por qué te metes? ¿Quién te ha dado vela en este entierro?'. Comprendió todo. Aquellos que parecía que habían abandonado el lugar regresaron. Le emboscaron. "Ahora vas a aprender a meterte en asuntos ajenos", escuchó. Con una tremenda fuerza le levantaron. "Lo más sencillo sería patearte, pero de esa forma la lección no tendría sentido", dijo alguno. Le empujaron contra la pared y uno de ellos le puso su brazo sobre el cuello. No podía respirar. "¿Qué vamos a hacer contigo? Tanto correr y vas a acabar igual que él".

Un puñetazo en la boca del estomago le dejó sin aliento. El dolor era insoportable. No podía respirar. Se ahogaba. Unas nauseas tremendas afloraron y vomitó. "Mira qué bien se cuida: es coñac de primera calidad", comentó alguien. A continuación, otro golpe llegó a su mandíbula. Pudo oír la forma en que partían varios de sus dientes. Llegó a pensar que le iban a arrancar el cuello. Sumado a esto, un punzante cosquilleo acompañado de un profundo dolor recorrió su rostro y cabeza. 

"Bueno, será mejor dejarlo aquí. ¿Has sido tú el que ha llamado?". Oyó el sonido de las sirenas. Casi sin fuerzas, soltó una entrecortada risa. "¿Y qué si he sido yo?", susurró armándose de valor. "No, por nada. Nos tenemos que ir. ¿Sabéis? Es el tipo que suele estar hincando el codo en el bar de la esquina. El que anda dando el coñazo a cualquiera. ¡Quién iba a decir que tuviera algo de cojones!". Una tremenda patada en su testa le hizo perder el sentido.

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