LA ALTAGRACIA

 28/II/2021


Respondía al nombre de La Altagracia,

y podría ser uno como cualquier otro.

Uno de esos que se adjudicaban

partiendo del Gran Santoral

en los tiempos en que la divinicencia

parecía dominar la sociedad.


Su infancia transcurrió entre los juegos

y dio por concluida

demasiado pronto.


Todas las horas de la enseñanza

estuvieron marcadas por los dictados

de lo inamovible y las esferas

del olor a naftalina.

Esta mostraba lo que era la decencia

que se debía guardar y preservar.


Descubrió en los libros

de la biblioteca, todos ellos eran 

orientados, la manera

de escapar de su desierto.


Eran tiempos donde la familia

suponía el eje vertebral del estado,

donde el trabajo glorificaba

a cada una de las almas

y no existía tiempo para aquellas creencias

que fueran más allá de las pautas.


Por eso contraería matrimonio

con la pura María

que le dio cuatro hijos.


Entablaría una amistad profunda

con Juan, quien le ofreciera libros prohibidos

y la calidez de las caricias.

Era el disfraz de la vida

unida en el luchar por su descendencia

y de la felicidad prohibida.


Lujuria del amor 

censurado por la angosta profundidad

condescendiente a la capa

que le mantenía encerrado.


La aparente libertad llegaría

con la ansiada partida de aquel caudillo,

pero sentía que algo le faltaba

y el vacío se agrandaba

atragantándose en cada uno de los días

que frente al espejo se miraba.


Entonces se decidió a dejarlo

todo para marchar

y empezar de nuevo.


Comenzó a llamarse La Altagracia

olvidándose del nombre que habían dado.

Rechazó el amor de las caricias

hacia su supervivencia

reflejada en las miserables monedas

de quienes con ella disfrutaban.


Metíose en un mundo

que la transformó en simple y mera carnaza,

en una mera presa más

en un gigante desierto.


Tan solo ansiaba la felicidad,

encontrarse con lo que estaba escondido

en su ser. Aquello que guardaba

y sinceramente ansiaba

sacar. Poder mostrarse tal y como era

más allá de cualquier apariencia.


Pero tropezó con el desprecio

de la carne atada

al visceral asco.


Eso no se llamaba lujuria.

No era más que el simple acto de la posesión,

el dominio hacia aquel que se creía 

débil, falto de humanidad.

El lastre vergonzoso de una sociedad

que no tenía espíritu, ni un alma.


Entonces llegaron

las últimas caricias. La brutalidad 

que protegerla le decía

ante tan caníbal mundo.

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