Su breve aventura en la casa encantada
12/I/2020
El sudor recorría su cuerpo. Era frío e iba acompañado por temblores en todo él. Estaba blanco. Su tez y su piel tenían esa tonalidad. Los golpes de su corazón parecían tambores resonantes en mitad del silencio.
Había recorrido cinco metros marcha atrás arrastrándose sobre sus tobillos y utilizando las palmas de sus mano en forma de sujeción con tal de no perder el equilibrio.
Cuando la espalda chocó contra la pared su respiración se cortó a consecuencia del impacto. Aunque no lo notó. Parecía que llevara una eternidad sin poder respirar.
***
Pero... ¿cómo había llegado a ello? Sólo sabía que en su grandilocuente curiosidad había ido corriendo a aquella casa. Las leyendas relataban historias de voces, golpes, ruidos,... También apariciones que parecían fantasmagóricas sin explicación alguna.
Por eso fue a esa morada. Nada más llegar vio una vivienda de las que en Europa llaman las típicas de Estados Unidos de América. Un jardín sin cuidar alrededor de una casona de dos pisos abandonada.
Los cristales estaban rotos y la hierba crecía en sus paredes. La puerta de entrada estaba reforzada con trozos de madera claveteados en su cuerpo.
El buzón del correo, justo en la base, poco antes del portalón que daba la bienvenida a las mascotas, tenía el trozo de metal colgando. Empujó la puerta de entrada. No estaba abierta.
Pero paso del tiempo, la humedad y las termitas se habían deleitado con ella. Estaba medio podrida, por lo que pudo entrar sin ningún tipo de esfuerzo. Una vez dentro, observó una sala inmensa. Estaba a la derecha, flanqueada por una cocina en el otro extremo.
En medio, unas escaleras que llegaban a cinco habitaciones. Las subió. Tres estaban a la izquierda. Dos a la derecha. Oía algo que no sabía qué era o de dónde provenía. Fue a la derecha, hacia donde donde podía verse una pequeña escalera plegable que invitaba a subir al trastero. En realidad eran dos pisos y medio.
Ascendió por ellas a pesar de tambalearse cada escalón que pisaba. Lo que vio le aterrorizó. Todo estaba cubierto de telarañas y emanaban un profundo olor a humedad. La madera parecía estar cubierta de sangre seca y putrefacta. Tendría que llevar allí años.
Entonces, un felino le bufó. De golpe su rostro se puso frente al suyo. Unos ojos verdes y amarillos le miraban fijamente. Mientras soltaba su advertencia le mostró sus dientes acompañados de un aliento que rezumaba peligro.
Cayó por las escaleras. Su brazo izquierdo se dislocó. Intentó ponerlo en su lugar. Lo hizo golpeándolo contra la pared. El chasquido fue brutal. Se puso blanco. Apareció el mismo sudor frío que sentiría después. Casi perdió la consciencia.
Se levantó tambaleándose y bajó las escaleras a trompicones. Tropezó, pero pudo sujetarse a la barandilla que estaba completamente podrida. La velocidad y la fuerza con la que bajaba la hicieron ceder justo al final. Él, instintivamente, saltó yendo a parar de rodillas contra el suelo.
Al alzarse trastabilló hacia la izquierda. Salió corriendo por la puerta que al jardín daba desde la cocina. Pudo abandonar el edificio. Y entonces, justo en aquel instante, vio el rostro endemoniado de aquello que lo estaba expulsando del lugar.

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